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Entiendo que es imposible persuadir del significado que tienen las corridas de toros, como ceremonia y tradición, a quienes desconocen el arte del toreo. Ya sé que las usanzas, como lo afirma el filósofo Jesús Mosterín, no portan un valor ético intrínseco, aunque sea pertinente recordar que las palabras ética y moral tienen una raíz común en el vocablo costumbre. Esto, al menos, nos sitúa en un escenario de menor hostilidad.
Entiendo también que, antes de la Ilustración, en Europa se divertían con toda clase de animales, a los que hacían sufrir lo indecible para el goce morboso del pueblo, y acepto que, gracias a Fernando VII, a partir del siglo XIX las corridas arraigaron en la península ibérica. Lo que nunca podré entender es la macabra quema de herejes, víctimas de la Inquisición fanática e irracional.
Pero como las tradiciones también evolucionan, las corridas son hoy menos crueles que en tiempos de Goya, y probablemente lo serán mucho menos en el futuro, cuando la humanización de los animales imponga su contradictoria sensibilidad: el progresismo antitaurino convive con el aborto indiscriminado sin pensar en el dolor íntimo que ello puede causar a los incumbentes.
Para don Jesús Mosterín, sin embargo, el tema no tiene alternativas: “una vez conseguida la abolición de la tauromaquia, quedarán muchas otras salvajadas que ir eliminando”. ¿Y no podría ser al revés? Al fin y al cabo la suerte de varas y el tercio de banderillas se pueden modular a expensas de la bravura y la raza de los toros, más no así “las otras salvajadas”, que parecen profundamente enraizadas en el alma de los hombres. Vaya don Jesús a ver en qué consiste el encarnizamiento terapéutico en medicina para que conozca una de las formas más refinadas de la tortura.
Tratar de explicar que haya héroes que exponen su vida frente a una fiera con la intención de transmitir hondas y perdurables emociones estéticas a través de un arte sólo eternizado por la música, la pintura y la literatura, parece una tarea vana. Y quizá sea inútil intentarlo. Tampoco será posible convencer a los enemigos de la fiesta de que nadie asiste a las corridas a ver actos de crueldad ni a gozar con ellos. El hacer parte, hombres y animales, del mismo reino y del mismo destino, sin duda nos asemeja. Por algo compartimos con los toros el 80% de genes ortólogos. El hecho de que seamos indefectiblemente mortales nos autoriza a elegir nuestros propios riesgos: los inherentes al valor o a la temeridad, a la cobardía o al temor, y eso de ninguna manera nos convierte en seres indolentes o moralmente inválidos. Torear es un acto de la libertad, y como tal debe respetarse en el contexto de una vida, del mismo modo que asistir o no a una plaza debe considerarse un asunto del albedrío de cada uno.
El problema aparece con la prohibición de las corridas, que a nadie hacen daño. Los toros morirán de viejos o en el matadero, y nosotros de cualquier cosa, o a manos de un marido celoso. Lo que no puede ser es que sigamos a la escritora sueca Astrid Lindgren, quien logró que el parlamento de su país aprobara una ley que establece el derecho de las vacas a salir a pasear fuera del establo siquiera una vez al día.
¿Crueldad carpetovetónica? Dr. Álvaro Bustos González Decano, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, Montería, Presidente del Capítulo Córdoba, ANM