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Don Baldomero Sanín Cano escribió alguna vez que “los libreros importan libros, muchos libros, pero no importan tiempo, que es mercancía de fabricación desconocida”. El pensador antioqueño se refería, por supuesto, al espacio para leer, que en el diario acontecer es muy reducido o inexistente para la mayoría. Los minutos y las horas están hipotecados por actividades y compromisos laborales y sociales, lo que hace que el tiempo para la lectura se constituya en un artículo de lujo, en una mercancía de verdad escasa.  Aunque suene extraño, para leer provechosamente se requiere disfrutar del ocio, pero no como lo interpreta el común de la gente: como un relax, como un no hacer nada distinto a echar globos o rascarse el ombligo. En su ensayo Ocio y trabajo (Revista de Occidente, 1960), el médico humanista español Pedro Laín Entralgo afirmó que “el ocio es uno de los fundamentos más profundos y venerables de la cultura occidental”. En su sentido clásico –añade–, el ocio no es ociosidad o inactividad condenable, sino un estado de alma, cuando la mente se ocupa de lo trascendente.

Hace meses venimos padeciendo una circunstancia insólita, que nos ha obligado a mantenernos confinados, situación que invita al relax. Es de imaginar que la mayoría de los enclaustrados han venido invirtiendo su tiempo en no hacer nada, en vagar y divagar mentalmente. Otros –quizás los menos– hemos encontrado una ocasión propicia para dedicarnos al ocio clásico. En cuanto a mí respecta, he hallado en los libros maná para mi espíritu, lo que me ha permitido transitar fortalecido el prolongado desierto del covid-19. En el confinamiento he aprendido a amar y valorar más los libros, que han sido mis acompañantes fieles desde siempre.

Me he vuelto a encontrar con mis autores preferidos, los que me prodigaron fruición espiritual durante el proceso de formación intelectual, que aún no termina. También he leído unos pocos de aparición reciente. Precisamente, entre estos hallé una verdadera joya literaria: el ensayo El infinito en un junco, publicado a finales del 2019 y considerado por el nobel Mario Vargas Llosa una obra maestra. En un poco más de cuatrocientas páginas se narra, con autoridad y donosura, la biografía de ese personaje manoseado o acariciado por unos y otros, y que desde épocas inmemoriales ha venido ejerciendo influjo silencioso en el devenir de la historia. Me refiero al libro, para cuyo provecho se requiere disponer de tiempo, de ocio productivo, el mismo que Sanín Cano consideraba mercancía de fabricación desconocida.

La autora de tan grata obra es la aragonesa –para más señas zaragozana– Irene Vallejo, filóloga y escritora de profesión. “Escribo –dice– porque no sé coser ni hacer punto; nunca aprendí a bordar, pero me fascina la delicada urdimbre de las palabras. Cuento mis ovilladas con sueños y recuerdos. Me siento heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido y destejido historias. Escribo para que no se rompa el viejo hilo de voz”.

El infinito en un junco es un viaje a través del libro, desde sus orígenes remotos, cuando las raíces del junco de papiro eran extraídas por los egipcios de las aguas del Nilo para fabricar hojas y escribir sobre ellas, comenzando a registrar la historia de la humanidad. Sí, el ensayo es un viaje prolongado, pero nada pesado. Al contrario, es placentero, enriquecedor, gracias al bagaje de conocimientos de la autora que, como un cautivante canto, nos va susurrando todas las peripecias de ese trotamundos llamado libro. Es una biografía cargada de información histórica y literaria, que le da riqueza y la hace distinta a toda otra. Según la escritora, es un intento de continuar la aventura de los cazadores de libros, que fueron quienes pusieron los cimientos de nuestro mundo.

Si Irene Vallejo no aprendió a bordar con las agujas y el tambor, sí, en cambio, aprendió a bordar bellamente con la pluma, vale decir, con el teclado del ordenador. Su reciente obra es un dechado de exquisiteces, una verdadera obra maestra que dará pábulo a los críticos profesionales del arte de la escritura.

FERNANDO SÁNCHEZ TORRES

Fuente. EL TIEMPO

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