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El académico Abraham Aparicio Cruz, uno de los fundadores de la Academia Nacional de Medicina (1849-1914), fue médico de la Universidad Nacional y se graduó en 1871. Se especializó en terapéutica. Ya en la tercera reunión de la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales (antecesora de la Academia) presentó Aparicio un trabajo sobre los “Efectos sedantes del frío en un caso de peritonitis”. En la Facultad de Medicina fue profesor en cátedras diversas y, finalmente, titular de terapéutica. Tuvo inclinaciones políticas; fue elegido concejal de Bogotá, parlamentario varias veces y, en 1902, Alcalde Mayor de Bogotá. En 1890 fue uno de los autores del proyecto de ley que convertiría a la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales en Academia Nacional de Medicina y que le otorgó a ésta la responsabilidad de ser organismo consultor del gobierno. Entre sus escritos figuran, “Peritonits”, 1879; “Observaciones sobre la influencia perniciosa del abuso de la chicha”; “Baños fríos en el tratamiento de la fiebre tifoidea”; “La lepra y su propagación en Colombia”; “El catarro epidémico y el dengue en Bogotá”, y “Aneurisma de la axila y curación por medio de la ligadura de la subclavia”. Formó parte de la Junta Central de Higiene. Por muchos años fue el Director del Hospital Militar. Presidió la Beneficencia de Cundinamarca. En estos días se le recordó como un personaje multifacético, con grandes virtudes humanas y exitoso político en la capital de la república.
Elogio del doctor Abraham Aparicio (Discurso pronunciado por el doctor Luis Patiño Camargo, en la sesión extraordinaria de la Academia Nacional de Medicina, celebrada el 31 de mayo de 1951).
A las siete y media de la noche del 3 de enero de 1873, en el santafereño barrio de San Victorino, en la casa del doctor Abraham Aparicio Cruz, nació la Academia Nacional de Medicina de Colombia. Su fe de bautismo reza: “El 3 de enero de 1873, reunidos en junta preparatoria los señores doctores Manuel Plata Azuero, Nicolás Osorio, Liborio Zerda, Leoncio Barreto y Evaristo García, convinieron en crear una sociedad que tuviese por objeto el estudio y adelanto de las ciencias médicas y naturales, así como también el dar solidaridad al cuerpo médico y unidad al ejercicio de la profesión. Provisoriamente nombró la junta presidente y secretario a los señores doctores Manuel Plata Azuero y Abraham Aparicio. El señor doctor Zerda fue comisionado para redactar el reglamento. El Secretario, A. Aparicio”. Y el acta de confirmación, que es la Ley 71 de 22 de noviembre de 1890, escrita y presentada a la discusión de los legisladores por el Presidente de la Cámara, doctor Abraham Aparicio Cruz, dice. “El Congreso de Colombia, decreta: Artículo 1: Reconócese a la Sociedad De Medicina y Ciencias Naturales… como Academia de Medicina Nacional”. La Academia, para honrar su memoria, acaba de instalar sobre el solio de los presidentes la figura egregia de su fundador; y ha ordenado que al descubrirse este retrato, pintado magistralmente por un médico artista, un académico diga sencillas palabras sobre la fecunda vida del maestro eximio y del ciudadano ejemplar.
Nació el doctor Aparicio, de ilustre prosapia, en la ciudad de Buga del Valle del Canea, el 27 de marzo de 1849. Allí hizo estudios de filosofía y literatura y vino a Bogotá en 1866 a matricularse en la Facultad Privada de Medicina creada a iniciativa de Antonio Vargas Reyes y al año siguiente pasó a la recién fundada Universidad Nacional, donde se graduó el 10 de marzo de 1871. La historia de la fecunda vida del maestro escrita en sus obras, demuestra que la esencia de su persona fue la bondad infinita y que todos sus actos estuvieron animados por el amor ardiente a la ciencia y a la patria. Sirvió a la patria y a la ciencia fundando la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales y consagrándose a su progreso en todos los puestos directivos desde secretario hasta presidente, y veinte años después, conduciendo él mismo como presidente de la Cámara el proyecto de Academia, a través de los múltiples debates del Congreso hasta obtener su sanción ejecutiva. Porque templo donde se honra a la ciencia y a la patria es esta Academia de Medicina, por donde en el decurso de 78 años han pasado las más egregias figuras de médicos y naturalistas, regidos por la serie de 44 presidentes eximios, desde Manuel Plata Azuero en sus comienzos, hasta José Vicente Huertas en el presente. “No hay otra escuela, proclamó el Presidente de la República don Carlos Holguín, al darle oficialmente a la sociedad la categoría de Academia el 2S de abril de 1891, no hay otra escuela, que se haya distinguido más entre nosotros por su consagración al estudio, por lo docto de sus profesores y por su amor a la ciencia”. Y el doctor Carlos Esguerra en su respuesta al primer magistrado, decía: “Tratamos de rodear a la Academia y a la Escuela de Medicina de una atmósfera exclusivamente científica, donde no se sientan las tempestades de la política y donde no resuene ni el eco de las discusiones religiosas”.
La Revista Médica, creada el 20 de febrero en la tercera sesión de la Sociedad, con un quorum de 21 miembros, y cuyo primer número apareció el 2 de julio siguiente, fue otra de las obras perdurables donde el doctor Aparicio laboró hasta el final de su vida: “Durante muchos años, dice el doctor José María Montoya, y cuando la vida de la Revista dependió de la voluntad y de la energía de sus redactores, luchó como bueno en el sostenimiento de ella como su redactor, y así vemos al repasar las colecciones del decano de la prensa científica del país, d nombre de Aparicio, ya publicando sus observaciones originales, ya extractando o traduciendo lo importante de la prensa médica extranjera, y sosteniendo de su propio peculio la naciente Revista”. En ese raro y precioso monumento de ciencia que es la colección de la Revista Médica pueden consultarse hasta 42 trabajos de la pluma castiza y austera del doctor Aparicio, sobre variados temas: fiebre tifoidea y tifo exantemático ; gripa y catarro epidémico; rabia; fiebres perniciosas; fiebre puerperal; lepra; tuberculosis, informes sobre estado sanitario de Bogotá; estadísticas de morbilidad y mortalidad, estudios de terapéutica y materia médica; discursos académicos. Su memoria sobre el catarro epidémico de Bogotá que clasifica como la gripa que por aquellos días de 1890 recorría Europa en uno de sus brotes epidémicos panclimáticos, y que él observó ya extendida por toda la ciudad, cuando apenas se hablaba de detenerla en los puertos, es escrito de permanente actualidad. Y muchas de sus fórmulas, como la poción salicilada, son las que usamos todavía los médicos viejos. Su estilo sobrio y ponderado tenía sin embargo enérgicas tonalidades si se trataba de salir en defensa de la Facultad o de la profesión médica, o cuando llamaba al orden con severa admonición a fogosos médicos que cegados momentáneamente por el brillo de su juvenil inteligencia se extraviaban del camino estrictamente científico, en los procesos o en las discusiones académicas.
En 1887 el doctor Nicolás Osorio decía al comenzar el tomo XI de la Revista: “En este periódico que lleva 14 años de existencia están mencionados casi todos los trabajos de nuestra medicina nacional, y puede decirse que forma el cimiento de los estudios que son de absoluta necesidad para nuestros adelantos y progresos”. Con el espíritu que le infundieron sus creadores, la benemérita publicación por 70 años sorteó las vicisitudes de guerras y cataclismos hasta llegar a 47 volúmenes. Pero hoy, infortunadamente, ese precioso archivo de nuestra medicina nacional, es curiosidad bibliográfica.
Animado del entusiasmo, el fervor y la consagración que el hombre pone a las cosas duras de alcanzar, porque era entonces muy difícil llegar a ser médico, cumplió el doctor Aparicio sus estudios, primero en la Facultad Privada y luego en la reciente Universidad Nacional, recorriendo el escalafón de practicante del hospital militar, farmacéuta del de caridad, jefe de clínica, médico del hospital militar y doctor en 1871, en los cuatro primeros grados concedidos por la Universidad. Pronto se le llamó a la enseñanza. Y en más de 30 años los médicos colombianos fueron sus discípulos: porque dictó Zoología, Anatomía, Cirugía, Medicina Legal, Clínica Médica, Terapéutica y Materia Médica. Sus discípulos nunca lo olvidaban: el doctor Abel Rico, arquetipo del médico y del varón recto, decía que había sido maestro bondadoso y sabio y amigo cariñoso de sus alumnos a quienes estimulaba, aconsejaba y consolaba en sus fracasos. Consagró a la Facultad de Medicina fervor apostólico como lo había heredado de sus profesores y como lo trasmitió a sus discípulos.
Porque nuestra Facultad ha tenido héroes y apóstoles a quienes debemos venerar. Héroes y apóstoles fueron aquellos ilustres profesores del pasado que en épocas convulsionadas de nuestra democracia salvaron la enseñanza médica, no dejando apagar el fuego sagrado de las cátedras, dictando sus lecciones aun en la intimidad de sus hogares en borrascosos días de tempestad.
Es apasionante la historia de la Facultad de Medicina: inaugurada por el General Francisco de Paula Santander, el hombre de las leyes organizador del Estado, el día 3 de febrero de 1827, “abiertas sus puertas, -dice el doctor Alberto Restrepo-, apenas la razón y el derecho triunfaron sobre la opresión y la conquista, los jóvenes se precipitaron, sedientos, a gozar el placer para ellos nuevo y hasta entonces casi desconocido entre nosotros de beber en las fuentes de la ciencia”. Con Pardo, Osorio, Merizalde y médicos franceses, la Facultad como parte de la Universidad Central fue normalmente desarrollándose y dando frutos de calidad tan alta como los tres Vargas, Bayón y Liborio Zerda. Pero una Ley, 14 de 1850, por ese complejo colonial de imitar cosas extranjeras que con la intención de buscar ilusorias excelencias han matado tantas buenas realidades, declaró libre en la república la enseñanza de todas las ramas de la ciencia, las letras y 135 artes, y acabó con la Universidad Central. Pero sirvió de acicate a los médicos: inmediatamente abrieron sus cátedras en el Rosario y en San Bartolomé; y en 1852 los Vargas lanzaron el primer número de, la “Lanceta Médica”; y apenas pasó la guerra de 1854 organizaron la enseñanza en el Colegio Independencia y fundaron “La Gaceta Médica”; y disgregados otra vez en la guerra del 60, dictaron en las “salas de sus casas, y luego en el Colegio del Rosario. Y así formaron 86 médicos entre 1851 y 1864; Cristóbal Camargo, de Sogamoso; Domingo Esguerra, el autor del libro famoso sobre la fiebre amarilla del Magdalena; Juan de Dios Carrasquilla, de universal renombre; Leoncio Barreto, Margario Quintero, ilustre médico de Ocaña, Cervantes, Pizarro, Sandino Groot, Santos Acosta, el presidente, fueron de los 86 graduados.
El 1 de febrero de 1865 con 20 alumnos abrió tareas la Escuela de Medicina Privada, establecida formalmente por todos los médicos de Bogotá, a excitación de Antonio Vargas Reyes, con su personal directivo, catedrático y periódico denominado “La Gaceta Médica de Colombia”. En esta escuela inició sus estudios el doctor Aparicio. El arrogante general Santos Acosta, Presidente de la República en 1867, fue de los médicos graduados después de extinguida la Universidad Central. Había ejercido ejemplarmente por tres años, como médico rural de Miraflores, pero su fulgurante carrera política lo alejó de la profesión. Ya nadie sabía que fuese doctor aquel militar hidalgo y valiente, que en las batallas hacía retemblar la tierra bajo el galope de sus centauros boyacenses, a la cabeza de los escuadrones. Pero apenas llega a la casa de los presidentes y organiza su gobierno, se reúne en su despacho ejecutivo en mesa redonda con sus profesores y condiscípulos y planea el restablecimiento de la Universidad. Plata Azuero y Vargas Vega presentan el proyecto que fue Ley el 22 de septiembre; en breve se promulga el decreto orgánico, y en febrero siguiente se abren las tareas de la Escuela de Medicina con 14 cátedras, y de Ciencias Naturales con 13: es nuestra actual Facultad. Regentó el doctor Aparicio diversas asignaturas, como lo hicieron todos nuestros maestros del pasado, porque para enseñar sobre las varias ramas de la medicina y las ciencias naturales tenía sólida preparación académica y humanista, y estaba en contacto permanente por medio de libros y revistas con el movimiento universal del saber humano, y además, por las condiciones cambiantes y mudables de los tiempos.
Pero con clarividencia de hombres sabios y patriotas, los fundadores buscaron desde el principio estabilizar la carrera del profesorado por el camino racional y justo de los concursos: y así vemos a Manuel Plata Azuero presentando exámenes de oposición en 1845. En la prensa médica y en los discursos académicos, a lo largo de la accidentada historia de la Facultad, puede seguirse el empeño de los maestros por establecer el sistema de concurso para internados, jefaturas, agregaciones y profesorado, empeñoso esfuerzo que culminó felizmente con el concurso de titulares en 1935, bajo el rectorado de Calixto Torres.
Tiene el sistema 106 años de vigencia en Colombia. Y es, esencia de nuestra escuela, fundamento de su estabilidad, columna vertebral de su profesorado, reactivo vocacional que selecciona desde la raíz que es el internado, filtra y perfecciona en los peldaños del escalafón, a base de méritos auténticos, de competencia y de preparación manifiesta. Curó con sus bondadosas manos el doctor Aparicio, como médico militar que fue por muchos años, millares y millares de heridos en las guerras civiles y contiendas políticas. Recogió en la noche cárdena del 22 de noviembre de 1876, y en los días siguientes, con su amigo Pío Rengifo y un grupo de médicos auxiliares, la enorme cosecha de heridos y mutilados que sobre la ensangrentada llanura de Garrapata dejó el choque frenético de la violencia. Por dos meses, en improvisados hospitales de sangre, estuvo aliviando la lastimosa muchedumbre de colombianos sacrificados en aquella terrible batalla, de la cual relatan los historiadores, cargas formidables de caballería, temerarias escenas de valor, singulares justas como en los dorados tiempos de la tabla redonda, pero no saben todavía a qué partido correspondió la victoria. Los doctores Aparicio, Rengifo y sus compañeros sí lo supieron: correspondió la victoria al dolor y a la muerte.
Por la capacidad y la visión de médico integral del cuerpo y del espíritu que ante el paciente examina todos los órganos y aparatos, se informa sobre el presente y el pasado, reflexiona sobre el medio social y familiar, analiza y valora todo síntoma y anota todo signo, para llegar a la definitiva síntesis que es el diagnóstico, y al tratamiento que es su consecuencia, el doctor Aparicio en su larga experiencia de las dolencias nacionales, concluyó que la paz era el estado normal de salud de la República y que para obtener ese normal funcionamiento de paz, necesitábase la integridad fisiológica de la libertad, la justicia, la tolerancia y la benevolencia. Vio que los partidos políticos son órganos funcionales del cuerpo de la patria; que sus luchas deben ser torneos democráticos y no batallas campales; que el adversario político puede ser un contendor pero jamás un enemigo. Y así lo vivió, y así lo predicó, y así lo practicó en su hogar nobilísimo, en la presidencia de la Cámara, en la Asamblea, en el Cabildo y en la Alcaldía de Bogotá, en su cátedra universitaria.
A finales de la última guerra civil arregló habitaciones en “La Esperanza” para atender enfermos y heridos revolucionarios que acudían, vencidos, en demanda de su protección. Una vez curados, les obtenía salvoconducto de las autoridades militares y los auxiliaba hasta restituírlos a sus hogares. Si un pequeño número de los hombres fueran doctores Aparicio, la vida humana sería fácil, amable y tranquila. Fundó desde muy joven un hogar cristiano y feliz con una de las damas más bellas de su tiempo, la señorita Rosalbina Amador, de ilustre cepa antioqueña. La excelencia de esa familia patriarcal puede verse en el sobreviviente de sus hijos, nuestro querido profesor emérito Julio Aparicio, decano que fue de la Facultad y ex-Presidente de la Academia, modelo de ciudadanos, espejo de patriotas, suavísimo amigo, sabio y bondadoso médico. Y en sus nietos, jóvenes eminentes, entre los cuales el profesor Aparicio Jaramillo, titular de Ginecología, dejó a su paso por el decanato, huella brillante y perdurable.
Fue de los fundadores en 1887 de la Junta Central de Higiene, la presidió en varias ocasiones y como autor o cooperador intervino en gran parte de la legislación sanitaria del país. Presidió el primer congreso médico nacional reunido en Bogotá en 1893, y también el segundo reunido en 1913 en Medellín: y fue su última intervención pública. Había servido leal y fielmente a Dios, a la patria y a la ciencia: había dedicado la mayor parte de su vida a cuidar y medicinar necesitados y menesterosos; había fundado la Academia y adoctrinado a las generaciones médicas por más de 30 años; predicando la paz y enseñando con su ejemplo la bondad y la fraternidad; por la extensión de la República, donde sus discípulos ejercían el apostolado médico, su nombre se repetía con veneración.
Entonces, con la conciencia de un descanso merecido, se fue definitivamente a su hacienda de “La Esperanza”, fundada por él muchos años atrás y cuidada y embellecida con esmero para tener un sitio de reposo en el atardecer. Sus íntimos amigos y singularmente Monseñor Carrasquilla, el preclaro formador de buenos gobernantes y de hombres de Estado, llegaba con frecuencia a “La Esperanza” a platicar con el doctor Aparicio sobre cosas de la ciencia y de la patria. Y al fin, un día de 1914, el 28 de noviembre, rodeado del amor de los suyos, del agradecimiento de los menesterosos y de la veneración nacional, en su idílica casa enmarcada por cafetales y bugambiles, se durmió en la paz de Dios a los 65 años de su edad.
Felices los médicos que al rendir la jornada terrenal puedan dejar -como el doctor Aparicio- una vida digna de exhibirse como ejemplo, porque no haya en ella sino ciencia, benevolencia y caridad.