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En otros tiempos, esta era la época de las ferias taurinas en el país. Las extraño, pues fui un amante apasionado de la ‘fiesta brava’. No me avergüenzo. Además de asistir a la plaza a disfrutar de las corridas, también fui practicante en becerradas que organizábamos aficionados médicos. Llegué más allá: en mi adolescencia quise ser profesional de la tauromaquia, en otras palabras, torero. Adquirí capote y muleta y entrenaba en las arenas de la Santamaría, codeándome con la flor y nata de la torería criolla. En los carteles figuraría como ‘el Rubí’, pues así llamaba mi novia colegiala. Mi afición fue declinando, es cierto, pero aún quedan rezagos de ella. Por eso, el acuerdo 013, “por el cual se desincentivan las prácticas taurinas en la capital”, aprobado en el 2020 por el Concejo, me ha llevado a ocuparme del tema.
En dicho acuerdo no se prohíben las corridas de toros en Bogotá, dado que este es un asunto de competencia del Congreso de la República, pero sí se les da un puntillazo al prohibir el empleo de la pica, banderillas y estoque. Es decir, quedan vedadas las suertes rituales que se acompañan de derramamiento de sangre del animal que se lidia y que tradicionalmente son la esencia de la fiesta brava.
Junto con el matador de turno, el toro se constituye en gran protagonista del espectáculo. Cuando irrumpe en el escenario donde va a ser sacrificado, el toro lo hace de manera fiera, desafiante, retadora. Parece que dijera: ‘¡Aquí estoy, yo soy el rey!’. Su estampa imponente y su actitud arrogante son cuestión de genes. Así fue creado por la madre naturaleza, concebido para batirse con quien ose desafiarlo. El hombre halló en él un elemento apropiado para poner a prueba su valor y su ingenio, como también sus dotes artísticas y sus recursos para salir airoso, a riesgo de perder la vida. El teatro de esa trágica lid es el ruedo y el juez es la multitud, que otorga trofeos al toreador cuando el éxito lo acompaña, y al toro le ahorra la muerte, es decir, lo indulta, si ha hecho honor a su estirpe.
Mirada así esa fiesta popular, se muestra como una emotiva ceremonia circense, apasionante, donde se espera que nuestro congénere, el astuto burlador de la muerte, sea el triunfador. Siguiendo una vieja tradición, la lidia del toro bravo incluye procedimientos sin duda crueles (pica, banderillas), más crueles que la misma estocada, encaminados a mermar los ímpetus del cornúpeta. Sin esos preámbulos y el sacrificio mortal, el espectáculo perdería todo su encanto. Aún más, si la muerte del torero no fuera una posibilidad, lo perdería también. Se trata de una fiesta pagana, sádica y trágica, que requiere el derramamiento de sangre para darle toda su trascendencia. En el trasfondo, este es su principal atractivo. A la vez, se constituye en el principal argumento de quienes se declaran sus enemigos.
No es descabellado pensar que los toros bravos genéticamente tengan consciencia de que son eso, bravos, y de que por instinto deben dar muestra de su condición fiera, aun a costa de su propia vida. Con las restricciones impuestas en el acuerdo de marras fenecería un espectáculo sui géneris, alabado por poetas y músicos, y eternizado por pintores y escultores, y también desaparecerían las ganaderías de reses bravas. El uro ibérico pasaría a formar parte del grupo de especies extintas, paradójicamente cuando los ambientalistas pugnan por mantener vivas, sin excepción, todas las especies animales por ser producto de la sabia naturaleza.
Repito, corridas de toros sin pica, sin banderillas y sin espada equivaldría a darles sepultura. Por eso son válidas las preguntas: sin sangre, ¿para qué fiesta? Sin fiesta, ¿para qué toros bravos? Todo apunta a que las corridas de toros desaparezcan en algunos países, quizás con excepción de España y México. ¿Qué vendría después? Las plazas de toros serían escenario de encuentros sangrientos de boxeo, seguramente de la simpatía de mucho antitaurino.
Fuente, Diario EL TIEMPO, Bogotá.
Fernando Sánchez Torres. Sin sangre, ¿Para qué fiesta?