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El académico Álvaro Bustos González* nos hace llegar el siguiente artículo.
En Los fundamentos de la bioética, H. Tristram Engelhardt aborda el tema inicialmente a partir de dos enfoques: La bioética ante la posmodernidad, y una bioética laica desde el punto de vista de la pluralidad de visiones morales. Desaparecida la ética secular, con la afirmación de la autonomía individual y la coexistencia de lo que él llama “extraños morales” en una comunidad, el planteamiento bioético busca consensos que permitan la convivencia entre esos “extraños morales”. No hallar ese camino podría considerarse como un fracaso de la cultura, puesto que la pervivencia de dogmas religiosos o ideológicos, cuando se trata de resolver discrepancias éticas, puede conducir a la violencia. En el trasfondo de esta proposición está el reconocimiento de que, al igual que en la ciencia, en la bioética el conocimiento también es conjetural y provisorio.
El aspecto central de la propuesta de Engelhardt es la búsqueda de una razón que involucre a distintos agentes morales. En este sentido, advierte que en la práctica de la bioética pueden chocar los principios de autonomía y beneficencia, dado que un enfermo puede negarse a aceptar un tratamiento que el médico considera necesario. En esta situación, según el tratadista, debe primar la decisión del paciente.
En torno al pluralismo moral que sirve de base a la bioética de Engelhardt, este reconoce que esa diversidad puede repercutir negativamente en una política de salud. Si se antepone la autonomía, como lo hace el autor norteamericano, a cualquier otra consideración que le dé un soporte ético a la conducta, el principio de beneficencia en manos de los médicos sufriría mengua, lo que no parece perturbar su idea de que “ser libre significa ser libres de elegir erróneamente”.
Para referirse a la ética tradicional, Engelhardt comienza por aludir al escepticismo de la antigüedad clásica, el cual se trocó en monopolio teológico durante los XV siglos en que la Iglesia Católica gobernó el pensamiento de Occidente, cuyo predominio se mantuvo hasta 1.517, cuando Martín Lutero produjo la Reforma Protestante. Luego, con el Renacimiento, afloraron las primeras formas de la ciencia actual, y se dieron los descubrimientos fundantes de la modernidad. A medida que se avanzaba en el conocimiento, sin embargo, la filosofía se rezagaba en su capacidad para reflexionar sobre las consecuencias de la aplicación de la tecnociencia, y entonces apareció un apotegma que no ha perdido vigencia: “No todo lo que es técnicamente posible, es moralmente válido”.
Creo que la autonomía debe defenderse como un principio básico, aunque muchas situaciones puedan entrar en contradicción con él, como es el caso de los movimientos antivacunas. Aquí lo procedente es mostrar argumentos para tratar de evitar el perjuicio a terceros, en este caso niños.
A diferencia de Engelhardt, pienso que tolerancia no equivale a pluralismo. La tolerancia es un valor de la civilización que permite la convivencia. El pluralismo, en cambio, parecería entrañar una equivalencia intelectual y ética entre criterios por demás dispares. No es lo mismo, bajo ninguna circunstancia, la libertad que la tiranía.
Finalmente, en aras de la posmodernidad, no juzgo conveniente la abolición de los valores primordiales de nuestra cultura. Para bien o para mal, somos herederos de una civilización que se originó en la antigüedad pagana y que posteriormente se nutrió de siglos de cristianismo, para llegar a la combinación actual de democracia liberal, ciencia y tecnología, que es la amalgama a través de la cual la humanidad ha logrado la mayor dignidad y el mayor progreso posibles.
*Decano, FCS, Universidad del Sinú -EBZ-. Académico.