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Por Álvaro Bustos González*

Comenzaron por decirnos que no se nace hombre ni mujer, y que cada uno elige con el tiempo su género. Luego trastocaron el lenguaje y lo convirtieron en una repetición necia de sustantivos bisexuales, hasta llegar al ridículo. Más adelante resolvieron humanizar a los animales y confundieron el altruismo biológico de éstos con una representación de la conciencia. Después reprocharon la sangre en el ruedo, producto inevitable de la ceremonia taurina, cuyo simbolismo metafórico recuerda el cuerpo y la sangre de Cristo durante la eucaristía, pero aplaudieron el aborto indiscriminado, un tema doloroso que tiene unas razones profundas en algunos casos y que nada tiene que ver con que la mujer sea dueña de su cuerpo, como si el embrión y el feto no sangraran. Mientras, victimizaron a las minorías y pretendieron convertir en norma de vida unas condiciones que sólo dependen de la genética o de una particular manera de sentir o de sufrir, para terminar apoyando cualquier forma de autoritarismo de Estado, hasta llegar al máximo de los disparates, que consiste en proponer que en el fútbol (algo extensible a todos los deportes) no haya ganadores ni perdedores, dizque para que los niños no desnaturalicen su innato sentido de la bondad hacia sus semejantes. 

Ese mundo idílico, que se presenta hoy como el santo y seña del más acabado progresismo, tiene su origen en los departamentos de ciencias sociales de las universidades norteamericanas, voluntariamente alejadas de las culturas clásicas y ahogadas en las prevalentes nociones de la posmodernidad, que hallan una justificación ideológica en cada rasgo del carácter, como si el discurso bastara para definir la contradictoria historia del hombre sobre la tierra. Para ellos el pasado es un simple relato, y la esencia de lo humano, con sus luces y sombras, puede reinventarse al antojo del primer mequetrefe que, con visos filosóficos, pretenda definir los linderos del pensamiento. Ya, inclusive, algunos nos ubican en el transhumanismo, una circunstancia en la que la fuerza de la ciencia habría sido capaz de modificar radicalmente la mente humana y sus códigos éticos. Aquí no se tiene en cuenta la evolución natural de las especies vivas, sino la influencia de lo aprendido sobre la conducta de la descendencia, algo que no se ha podido demostrar científicamente, puesto que los genes no piensan ni reciben influencias culturales, y lo que transfieren son características fisicoquímicas.

Por ahora sólo quiero referirme al tema del deporte y las tradiciones. Si no existiera la competición individual o en equipo, y si no hubiera vencedores ni vencidos, los niños y los jóvenes no aprenderían el significado de la gallardía ni de la modestia. En la vida se gana y se pierde, y eso se entiende mejor a través del juego. La corona de laureles debe asumirse sin vanagloria; el polvo de la derrota debe morderse con humildad, a sabiendas de que llegarán tiempos mejores en la medida en que aprendamos de nuestros fracasos. Si nadie gana ni pierde, querría decir que da lo mismo jugar bien que jugar mal, y entonces el mérito no tendría ninguna importancia y las motivaciones de la superación desaparecerían como las bengalas de la noche. Si no existieran las tradiciones con sus mitologías y resplandores, podríamos concluir que la vida pasada no tuvo ninguna importancia y que el conocimiento y la historia, por ejemplo, no surgieron de un asiento real. Habría, entonces, que dejarlo todo en manos del lenguaje de las reinvenciones, que es el que más fácil se lleva el viento…

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*Decano, FCS, UNISINU -EBZ-. 

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