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Por Robin Prieto

Siempre me he preguntado cual será el primer recuerdo en la vida de cada persona, de que dependerá o que significará. Tenía quizás tres años cuando en el campo, caí en una alberca de recolección de agua, sentí mucho susto y aunque no recuerdo la sensación de ahogo, siempre me han contado que mi prima Dora me salvó. Aquel día la más asustada era mi abuelita, quien murió algunos años después.

Soy estudiante de segundo semestre de idiomas. Como todos, he vivido unos días difíciles. No voté en las pasadas elecciones, pero ahora siento que de alguna forma debo manifestarme. Uriel, un compañero de quinto semestre que lleva más de cinco años en la universidad y que es “de los que más sabe”, nos ha convencido a varios compañeros de la importancia de participar en las manifestaciones y “hacernos visibles”. Poco hablo con mis padres porque se la pasan trabajando, pero estoy seguro que a ellos no les gustaría que fuera a las marchas, sin embargo, en los últimos días he salido a la calle e incluso he ayudado en los bloqueos de la autopista.

Nuestro objetivo y petición es que no cobren las matrículas, y posteriormente que el ingreso a la universidad sea libre sin necesidad de presentar exámenes, que todos podamos estudiar. Mi amigo Elkin, compañero de colegio, siempre fue el más juicioso del salón y en la ceremonia de grado recibió el premio al mejor bachiller académico. La primera vez que se presentó a la universidad estatal compitiendo con otras dos mil personas no pasó, así que se encerró en la casa a estudiar seis meses, se presentó por segunda vez, consiguió un cupo y actualmente está estudiando medicina.

El día de las marchas que más me ha gustado, fue cuando se presentaron los del grupo de teatro de la escuela de artes, me gustó mucho como hacían sonar los tambores, fue un día alegre, almorzamos todos juntos, la juventud se veía por todo lado, y la verdad, poco nos importaba usar el tapabocas.

Como a la mayoría, a mi padre y a mí nos gusta el fútbol, así que aquella noche en casa, toda la familia se reunió en torno al televisor y a nuestra selección, disfrutamos mucho el triunfo del equipo, y celebramos cada uno de los goles con gritos y abrazos, como no lo hacíamos hace rato.

Días después y de noche, mi madre me despertó. Quería que como hijo mayor, la acompañara a llevar a mi padre al hospital, llevaba dos días con fiebre, no había querido comer porque la comida no le sabía a nada, y ahora mi madre lo sentía ahogado, sin poder respirar bien. Sara, mi hermanita de 16 años cuidaría de mis otros dos hermanos quienes quedaron llorando. El taxi nos dejó a seis cuadras del hospital Oriental, no nos pudo acercar más, debido a unos bloqueos que así lo impidieron. Fueron las seis cuadras más largas de mi vida, entre mi madre y yo, teniendo que parar cada media cuadra, logramos llegar con mi padre casi a rastras a urgencias.

Las fobias son un temor angustioso e incontrolable ante ciertos actos, ideas, objetos o situaciones, que se saben absurdas y próximas a la obsesión, y mi peor fobia es a los hospitales, pero ahí estaba yo, en aquella repleta sala de espera de urgencias con mi madre al borde del llanto, y mi padre con el color ceniza en su cara. Después de varios minutos de espera, fue atendido en algo que llaman el “triage”, a diferencia de mi cara de angustia y casi de terror, la cara del médico me hizo pensar que esta crítica situación era algo a lo que él estaba acostumbrado.

Debo reconocer que estuvimos de suerte y mi padre fue hospitalizado rápidamente, pero a los dos días y después de más de 24 horas de espera, ingresó a la Unidad de Cuidados Intensivos. Mientras tanto, la prueba de mi madre y la mía habían salido positivas. En principio yo me negué a aceptar ese resultado, siempre pensé que era una enfermedad de mayores o de viejos. Mi madre se veía bien, pero yo en cambio y echándole la culpa a mi fobia, empecé a sentir malestar general, me sentía decaído, y una tarde de repente empecé a sentir ahogo. Fui hospitalizado y me pusieron varias mangueras por todos lados, una con oxigeno que apenas me permitía aclarar por ratos mis ideas, para pensar en mi padre que seguía luchando por su vida en la UCI, en mi madre a quien vi sudorosa la última vez, y en mis tres hermanitos que ahora debían estar solos. A los dos días, cuando me ingresaron a cuidados intensivos pude ver en uno de los cubículos el cuerpo hinchado de mi padre.

Aquella tarde solo podía pensar en la alberca de mi infancia, no podía respirar, mi mirada recorría el cubículo de un lado a otro en busca de ayuda, no solo sentí angustia, sentí “terror”, traté de acomodar la máscara que cubría mi boca para respirar mejor, pero no pude mover ni un dedo. Antes de ponerme un tubo en la boca, el doctor Barrera se presentó y me explicó por qué debida hacerlo. En los pocos ratos que mi cuerpo y mi mente me permitían algo de tranquilidad, podía oír y comprender algunas cosas.

Por varios días oí a las enfermeras, a las terapistas y a los médicos hablar de la terrible situación que se vivía, dijeron que el 29 % de los casos informados en Colombia ocurrían en mi ciudad, que la mayor concentración de casos de acuerdo con la edad estaba entre los 20 y 49 años, que correspondía al 60 % del total por edad, que la tasa de mortalidad era la cuarta más alta a nivel mundial por ciudades, y que mi padre había muerto a pesar de todos los esfuerzos y la lucha de él y del personal hospitalario. Algunas lágrimas rodaron por mis mejillas, pero seguramente fueron confundidas con el sudor que la fiebre causaba. Alguien decía que tenía que salvarme porque mi madre no merecía más noticias malas.

Alguna vez mi amigo me contó que la mayoría de las personas mueren al amanecer, me dijo algo de un ciclo circadiano que yo no entendí. También he oído decir que cuando uno está por morir, ve pasar en un minuto toda la vida delante de sus ojos. Pensé en mi prima, en mis estudios, en mi padre muerto, en mi madre preocupada por mis hermanos y por mí, en todo el personal de salud y los médicos a quienes nunca antes había valorado. Pocas horas después de oír que, a pesar de mi juventud mi pronóstico era muy malo, el Dr. diligenció un certificado de defunción a mi nombre “Juan Esteban Gómez Rengifo” y como causa de muerte registró el código J129 (neumonía viral, no especificada [virus]). No supe si esa tarde fui lo suficientemente fuerte para sobrevivir al amanecer de ese domingo o más bien tan débil que no logré llegar al del lunes festivo, solo supe que fui uno de los 586 muertos del día.

Posdata: La cama que había dejado, fue ocupada por el cuerpo enfermo y el espíritu luminoso de mi madre. Antes de sentir un intenso calor que empezaba a incinerar mi cuerpo y que me hizo pensar en lo que mi abuelita me contaba del purgatorio, sentí un profundo arrepentimiento por pensar que seguramente por mi culpa mi padre había muerto, y que mis hermanos quedarían completamente solos. También por no haber entendido que las cosas se deben merecer y que las recomendaciones se deben seguir, especialmente en esta situación de salud.

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El Dr. Robin G. Prieto es Médico Cirujano de la Universidad Nacional de Colombia, Especialista en Cirugía General y Especialista en Gastroenterología y Endoscopia Digestiva. Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de Medicina

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