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En una carta a su amigo Jose Arturo Andrade, el expresidente colombiano Laureano Gómez describe en 1918 la epidemia de gripa espanola en Bogota (y Guayaquil) que guarda una impresionante similitud con la actual del CoVid 19, en la que pareciera que estamos igual que hace un siglo en la indefension ante la pandemia. La car.ta circulo en redes sociales antes de que la revista SEMANA la destacara. El diario EL TIEMPO promete ampliar el tema en su edicion de manana domingo (Abril 12, 2020).

Laureano no habla del colapso de los hospitales, tan temido ahora, sino de los servicios funerarios en la ciudad de 100 mil habitantes que era Bogotá en 1918. “Los entierros pasan continuamente. El problema se ha agravado porque los sepultureros unos están enfermos, otros se han muerto en el oficio, no se consigue quién quiera hacerse cargo de él y según dicen, hay momentos en que más de cien cadáveres esperan, regados en los corredores de las bóvedas, que los pongan bajo la tierra. Por de contado, nadie quiere ir al Cementerio y los entierros, aun de los de personas notables, van sin acompañantes”.

A continuación, Gómez le hace a su amigo una enumeración precisamente de algunos de esos notables fallecidos. Comienza por nombres como el del senador antioqueño Manuel José Soto y termina con “el Pote Camacho”, hijo de un hombre de la élite empresarial y política de entonces, Nemesio Camacho, muy conocido por todos los colombianos por el estadio El Campín, construido en terrenos que su familia donó años después.

También, el autor de la carta anota algo que se vio recientemente en Guayaquil y puede verse en cualquier otra ciudad latinoamericana, y es la muerte de “mucha gente pobre que cae fulminada en las calles. En ese entonces, como ahora, el brote se concentró en Bogotá. “Por lo que dicen los periódicos, la epidemia es universal, aunque en el resto del país no se conoce”, dice Gómez, quien hace allí referencia a tres muertos colombianos en EE. UU., donde la epidemia tuvo proporciones mucho mayores, e incluye entre ellos a “Gabriel Suárez O., el hijo de D. Marco”. Se refiere al hijo del recién posesionado presidente de la República, quien -según las crónicas de la época- se encontraba “perfeccionado sus estudios de mecánica en Pittsburg”.

“Ya ves que cada año tenemos la visita de alguna calamidad pública -continua Gómez-. La de este año ha causado más víctimas que los temblores”. El 31 de agosto de 1917, un terremoto había dejado algunos muertos, casas destruidas y edificios e iglesias agrietadas en Bogotá. El 29 había habido un primer aviso y luego los capitalinos tuvieron 10 días de pánico con las réplicas.

Gómez lanza en la carta críticas a las autoridades, que en su concepto habían dejado mucho que desear con el manejo de la crisis sanitaria y es duro especialmente con quien gobernaba la ciudad en el momento, Santiago de Castro Maldonado, conservador como él y miembro de un grupo conocido como los Manzanillos. De Castro, por cierto, murió en el ejercicio del cargo.

“Bien es verdad que con la mula de Santiago Castro de Alcalde poco hay que esperar -opina Gómez-. Se ha formado un comité de socorro que preside el Dr. Dávila F, formado por Julio Portocarrero y gente por el estilo; por eso podrás calcular la estupidez del Alcalde. Julio Portocarrero se dedicará a socorrer a los horizontales (¿muertos?), que como duermen siempre bien abrigados, son los que menos necesitan auxilio”.

Laureano Gómez también alude al pánico a contagiarse que había entre la gente: “Por supuesto que hay escenas curiosas. Los peluqueros hace quince días están en la lata porque nadie se manda a afeitar ni recortar el pelo por miedo a la bronconeumonía”. Y sigue: “Afortunadamente en la proximidades del grupo no ha habido hasta ahora ninguna desgracia. Al decir esto, mejor al escribirlo, toco madera para alejar el presagio”.

Otro aparte de la carta lo dedica el líder conservador a hablar de la situación social y económica del momento, que tiene también pinceladas parecidas a las de la actual: “Como comprendes lo que ocurre trae un apagamiento en las demás cosas, política inclusive. En materia de negocios la situación empeora. La prohibición de exportar café que acaban de hacer los EE.UU. ha traído el alarma más inconcebible. Hay hacendados que salen por las calles hechos una furias, pidiendo que entremos en la guerra, que nos anexionemos a los yanquis, cualquier cosa, pero que les compren su café”.

La emergencia, según el relato de Gómez, disparó el costo de la vida: “La grippa vino a determinar la carestía del mercado, lo que ha motivado conatos de bochinche. Un limón vale diez pesos. Una naranja cinco. Una botella de leche, 12. Una libra de carne 25. Una pastilla de eucaliptol, 3 pesos”.

La carta fue escrita dos semanas antes del fin de la primera guerra mundial y Gómez no ocultó en ella su decepción con la inminente derrota de los alemanes: “¿Y que opinas de la guerra? Sin duda contagiamos de nuestra jettatura (mala suerte, mal sino) a los alemanes. Ya ni los más optimistas ponen en duda que la guerra está perdida y en las peores condiciones. El aceptar en principio la devolución de Alsacia-Lorena indica cuánto ha tenido que doblegarse el orgullo alemán. Si al menos la paz nos trajera bienestar por otros caminos… pero aun eso dudo. Como la guerra no nos perjudicó en exceso, tampoco la paz se preocupará de beneficiarnos”.

Fuente: Revista SEMANA

Nota: La carta original esta en poder de uno de los nietos del ex-presidente, que la encontro en una limpieza de papeles en su casa, y que dio a conocer por su impresIonante parecido de la narracion de lo que pasa actualmente.

Vicente G. Olaya escribio lo siguiente en el pais de Madrid, Espana, sobre la Peste de Justiniano en el primer milenio. Pues resulta que es exactamente lo mismo. (Abril 11, 2020).

Una pandemia que llegó del extranjero y que se extendía rápidamente desde los puertos adonde arribaban los pasajeros infectados —asintomáticos o no—, sin ningún remedio médico disponible que pudiese pararla, todos los habitantes confinados en sus casas para evitar contagios, la paralización total de la economía, el ejército vigilando las calles, médicos contagiados trabajando hasta la extenuación, miles de fallecidos diarios sin enterrar durante “muchos días porque quienes cavaban ya no daban abasto…”. No es la crónica del coronavirus que afecta en 2020 al mundo. Es el relato que Procopio de Cesarea realizó del brote de peste bubónica que asoló el mundo conocido entre el 541 y el 544: de China a las costas de Hispania. El estudio La plaga de Justinià, segons el testimoni de Procopi, (La plaga de Justiniano según el testimonio de Procopio), de Jordina Sales Carbonell, investigadora de la Universidad de Barcelona, ha devuelto a la actualidad este relato de hace 1.500 años, con moraleja. “A día 1 de abril de 2020, determinadas similitudes y paralelismos del comportamiento humano frente a un virus y sus consecuencias nos parecen tan cercanas y actuales que, a pesar de la tragedia que estamos viviendo en primera persona, nunca podemos dejar de maravillarnos de cómo se repite la historia” escribe esta arqueóloga e historiadora del Institut de Recerca en Cultures Medievals.

En el 541, durante el reinado del bizantino Justiniano, se desató un brote de peste bubónica en el imperio. “La alarma surgió en Egipto, desde donde la infección se expandió de forma rápida y letal”. Procopio lo reflejó en su libro Sobre las guerras, donde relataba las campañas militares de Justiniano por Italia, África del Norte, Hispania… y cómo los soldados iban extendiendo la pandemia por los distintos puertos a los que llegaban, fundamentalmente de Europa, África del Norte, el Imperio Sasánida (Persia) y, desde allí, a China.

Procopio, como consejero del general bizantino Belisario, al que siguió en sus campañas, se convirtió así en “testigo privilegiado” de una pandemia que recibió el nombre de plaga de Justiniano: “Se declaró una epidemia que casi acaba con todo el género humano de la que no hay forma posible de dar ninguna explicación con palabras, ni siquiera de pensarla, salvo remitirnos a la voluntad de Dios”, escribió el historiador bizantino. “Esta epidemia”, continuó, “no afectó a una parte limitada de la Tierra, ni a un grupo determinado de hombres, ni se redujo a una estación concreta del año […], sino que se esparció y se cebó en todas las vidas humanas, por diferentes que fueran unas personas de otras, sin excluir ni naturalezas ni edad”. Así, la enfermedad no conocía limites, “hasta los extremos del mundo, como si tuviese miedo de que se le escapara algún rincón”.

Un año después de ser detectada, la peste llegó a la capital del Imperio, Bizancio (actual Estambul), “asolándola durante cuatro meses”. “El confinamiento y aislamiento eran totales”, describe Sales Carbonell, “pues era más que obligatorio para los enfermos. Pero también se impuso una especie de autoconfinamento espontáneo e intuitivamente voluntario para el resto, en buena parte motivado por las propias circunstancias”. De hecho, “no era nada fácil ver a alguien en los lugares públicos, al menos en Bizancio, sino que todos los que estaban sanos se quedaban en casa, cuidando de los enfermos o llorando a los muertos”, según Procopio. Y lo hacían “con ropa cualquiera, como simples particulares”, lo que la historiadora de la Universidad de Barcelona, traduce con cierta sorna “como en chándal de la época”.

La economía, mientras tanto, se derrumbaba: “Las actividades cesaron y los artesanos abandonaron todos los empleos y los trabajos que llevaban entre manos”. Pero a diferencia de hoy en día, las autoridades fueron incapaces de organizar unos servicios esenciales. “Parecía muy difícil obtener pan o cualquier otro alimento, por lo que, para algunos enfermos, el desenlace final de la vida fue sin lugar a dudas prematuro, debido a la falta de artículos de primera necesidad“, escribió el bizantino en Sobre las guerras. “Muchos se morían porque no tenían a nadie que los cuidara”, ya que las personas que atendían la emergencia “caían agotadas al no poder descansar y sufrir constantemente. Por eso, todos se compadecían más de ellos que de los enfermos”.

Vigilancia en las calles

Justiniano, dada la desesperada situación, distribuyó entonces “pelotones de guardias de palacio” por las calles y nombró a su jefe de gabinete refrendario, el “cual con el dinero del tesoro imperial e incluso poniendo de su propio bolsillo sepultaba los cuerpos de los que no tenían a nadie que se ocupara”. El mismo emperador se infectó, aunque superó la enfermedad, y continuó gobernando durante más de un decenio.

Los picos de mortandad subieron de 5.000 a 10.000 víctimas al día, e incluso más. De tal manera que, “aunque en un primer momento cada uno tenía cuidado de los muertos de su casa, el colapso y el caos se convirtieron en inevitables y los cadáveres se lanzaban también a las tumbas de otros, a escondidas o con violencia”. Incluso los ilustres, recuerda el Procopio, “permanecieron sin sepultar durante muchos días”, así que “los cuerpos se amontonaron de cualquier manera en las torres de las murallas”. No habría cortejos ni ritos funerarios para ellos.

Cuando finalmente se superó la pandemia, surgió, recuerda la historiadora, un aspecto positivo: “Quienes habían sido partidarios de las diversas facciones políticas abandonaron los reproches mutuos. Incluso aquellos que antes se entregaban a acciones bajas y malvadas dejaron, en la vida diaria, toda maldad, pues la necesidad imperiosa les hacía aprender lo que era la honradez”, en palabras de Procopio, aunque al cabo de un tiempo volvieron a las andadas. “Este punto justo de poesía nos hace vislumbrar el optimismo y la esperanza de que tal vez nos permitirán salir adelante y no volver a tropezar de nuevo con la misma piedra”, termina la experta más con ilusión que con certeza.

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