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Por Álvaro Bustos González*
Nihilista e iconoclasta son dos palabras que tienen vasos comunicantes. El uno se niega a aceptar cualquier creencia o principio moral, religioso, político o social; el otro se caracteriza por rechazar o demoler íconos, símbolos o monumentos por motivos religiosos, políticos o históricos. En ellos no caben la duda ni el escepticismo, que hacen parte del pensamiento crítico, cuyas bases están fundadas en la ciencia y en los razonamientos lógicos, porque en el trasfondo de ambos se aposenta un fanático al revés, es decir, alguien que no necesita expresarse con obstinación sino negar de manera sistemática y destruir. Esa gente no busca ni espera nada. En un sentido místico, desconocen la esperanza y la trascendencia, y si se trata de las ideas, les basta con ubicarse en un plano de superioridad ética que les permite autoeximirse de sus propios desafueros, que suelen llevar el sello de lo revolucionario: como aquí nada sirve, el pasado y el presente deben ser abolidos, descuajados, y, sobre sus escombros, construir la inmaculada utopía.
Sobre estos individuos, al premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee le atribuyen haber proferido el siguiente juicio: “El revolucionario es un hombre condenado. No se interesa por nada, no tiene sentimientos, no tiene lazos que lo unan a nada. En él todo está absorbido por una pasión única y total: la revolución. En las profundidades de su ser ha roto amarras con el orden civil, con la ley y la moralidad. Si sigue viviendo en sociedad, es solo con la idea de destruirla. No espera misericordia alguna. Todos los días está dispuesto a morir”.
En los últimos meses, como prolongación de la inagotable pesadilla que transfirió el sueño de la equidad a las garras de la violencia, hemos visto cómo los justos reclamos de una muchedumbre agobiada por la adversidad se consumen en las llamas y el vandalismo de quienes reúnen en sus almas el nihilismo y la iconoclastia. Hoy nadie cree en nada. No hay hombres ejemplares, y los valores democráticos, diluidos en los bolsillos de los traficantes del poder, sirven como pretexto para que el Estado, víctima de su gusanera, claudique y negocie como un desamparado la autoridad y el orden con unos encapuchados.
Cuánta pusilanimidad de parte de unos y cuánta sevicia e insensatez de parte de los otros. Nada pasa si se atenta contra la vida del presidente, y nadie dice nada cuando a unos niños se les enseñan las virtudes de la “primera línea”. Así no hay futuro posible. Qué desgracia.
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*Decano, FCS, Unisinú -EBZ-.