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Por Fernando Sánchez Torres.
Recientemente, en estas columnas, el rector de la Universidad Central y exministro de Educación Jaime Arias, refiriéndose al proyecto de reforma de la educación propuesta por el Gobierno, decía: “Se trata de un conjunto de iniciativas teóricas, de banderas ideológicas y sin contenido de fondo, con propósitos más políticos que de desarrollo y avance del sistema (…)”. Tan autorizado concepto pareciera sesgado. Sin embargo, seguramente con él comulgue la mayoría de los educadores de instituciones públicas y privadas.
El proyecto aspira a que se le conceda la categoría de “ley estatutaria”, lo cual ha suscitado controversia, pues –se dice– bien podría discutirse y tramitarse como ley ordinaria. La ley estatutaria es la mayor de las leyes y está destinada a regular, entre otras materias, “los derechos y deberes fundamentales de las personas y los procedimientos y recursos para su protección” (artículo 152 de la Constitución Política). Siendo así, la educación adquiriría la condición de derecho fundamental y el Estado tendría la obligación de darle cumplimiento pleno.
Pues bien, me voy a ocupar del literal n) del artículo 5.º del mencionado proyecto, que a la letra dice: “El Estado garantizará de forma progresiva y con criterios de equidad la educación gratuita en todos sus niveles”. A primera vista, el contenido de dicho literal pareciera digno de aplausos. Sin embargo, ofrecer gratuidad a manos llenas despierta sospecha. Como no queda claro si esa gratuidad compromete solamente a las instituciones del sector público, hace suponer que tiene carácter general, es decir, que la educación en colegios y universidades privados también será gratuita. Igualmente, los estudios de posgrado. De ser así, ¿respetará el Estado la autonomía que constitucionalmente tienen las entidades de educación para darse sus propios reglamentos? Probablemente no. Habría que intervenirlas para acomodar su funcionamiento en aras de la gratuidad, lo cual sería un acto arbitrario.
De permitir que funcionen libremente, siendo la educación gratuita, aparejaría un compromiso gravoso para el Estado que, de no cumplirlo, suscitaría un alud de tutelas. Viéndolo bien, darle vigencia plena a lo establecido en el literal n) del artículo 5.º del proyecto de reforma no es más que un embeleco. Para hacerlo viable habría que aclarar que la educación gratuita solo incluye a las entidades educativas de carácter público. Nada original, pues el general Santander lo decretó en 1826 en su famosa ley sobre organización de la instrucción pública.
En Colombia las universidades privadas han desempeñado un papel trascendental en la formación profesional y la investigación. Así lo puso de presente también en estas columnas el profesor Moisés Wasserman. Para poder funcionar eficientemente, esas instituciones han tenido que ajustar matrículas y pensiones de acuerdo con las exigencias del Ministerio de Educación, que las obliga a mantener un alto nivel académico. No sería lógico que el Gobierno, por decreto, fuera el que fijara las tarifas para cumplir el compromiso legal de darles educación gratuita a todos. Tampoco sería lógico que en cumplimiento de la ley estatutaria asumiera los costos del estudio de quienes quisieran matricularse en establecimientos educativos privados. El Estado, a la postre, no podría soportar semejante gasto.
Hace algún tiempo me ocupé del significado que apareja la gratuidad en las universidades públicas. Escribí entonces que “no sería equitativo que aquellos estudiantes con solvencia económica fueran subsidiados por el Estado, que requiere aligerar su carga en los gastos para atender diferentes frentes, sabiendo que esos estudiantes obtienen su título para usufructo personal”. Aspirar, como aspira el Gobierno, a que las matrículas en el sector de la educación superior se incrementen en 500.000 cupos es también una ligereza, sin saber si en verdad el país requiere tantos profesionales. La formación de nivel superior debe prodigarse con cierta proporción, a la medida de lo que recomiende un observatorio técnico de necesidades laborales. No así la educación elemental, pues esta acabaría con el analfabetismo, que en algunas regiones supera el 10 por ciento.
El Dr. Fernando Sánchez Torres es doctor en medicina y cirugía, con especialización en ginecobstetricia.
Ha sido rector de la Universidad Nacional de Colombia, Presidente de la Academia Nacional de Medicina y presidente del Tribunal Nacional de Ética Médica.