Visitas: 0
El alma del olivo es un nuevo cuento breve del académico Álvaro Bustos González,, Decano, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, Montería. Presidente, Capítulo Córdoba, ANM
Antes de entregarse a Alberto, Natalia era un mar de dudas y contradicciones: no sabía lo que quería, pero intuía que el peor de sus caminos en ese momento era el de convertirse en una abnegada esposa. El mismo Alberto, persuadido de las capacidades de Natalia, la estimuló para que fuera a buscar un mejor horizonte. No le importó el riesgo de una ruptura temprana y no pensó en la infidelidad como una tragedia insoluble. Él era un hombre generoso. Su magnanimidad, que ella le reconoció el día del abandono definitivo como un rasgo elocuente de su personalidad, le sirvió para sentir el sosiego de una conciencia en paz, la de un individuo que estaba más allá del bien y del mal con solo ser un testigo mudo de la comedia humana.
Natalia había estudiado medicina en Cartagena de Indias y quería especializarse. Como en su terruño no había opciones, hubo de recorrer varios países en pos de su sueño. Por allá tuvo sinsabores, logros parciales y nada definitivo. En México la atracaron en el metro, en Buenos Aires la fatigaron los remises y los comentaristas de fútbol, en Lima la empujaron una noche en el Parque de las Aguas y en Panamá se intoxicó con unos amigos tomando margaritas provenientes de un tequila adulterado.
La vida de Natalia, lejos de su fugaz amante, sin una consumación continuada de su relación, giraba alrededor de la incertidumbre. Ella solía decir con gracia que su oficina constaría de cuatro pisos: los dos primeros para instalar dudas y los otros dos para repararlas. En lo único que no tenía vacilaciones era en que, como Alberto le llevaba un buen número de años, la de ellos sería una unión a término fijo, propia de amantes inconclusos. En cuanto ella lograra su propósito estudiantil, Alberto sería enterrado sin paliativos.
Con una existencia así, lejana y trashumante, con unos encuentros ocasionales con Alberto, Natalia aprendió a dialogar con su propio corazón. Sus metas eran claras, pero sus procedimientos mentales eran confusos. Por momentos llegó a sentirse incapaz de adquirir conocimientos profundos. Tenía inexplicables pérdidas de la memoria reciente y debía leer por duplicado y repasar constantemente los mismos temas para que no se le marchitaran en el recuerdo. Lo que no podía olvidar era que algún día iba a dejar a Alberto. Eso se le había convertido en una obsesión. Y no era por maldad, ni siquiera por un aborrecimiento íntimo, era por la idea fija de buscar un marido de su edad, como si con Alberto fuera imposible disfrutar una vida perdurable, o como si su verdadero destino estuviera siempre esperándola a la vuelta de la esquina. Natalia, como el tronco y las raíces del olivo, tenía un carácter sinuoso, un humor cambiante, a veces parecía un junco melancólico. Se había acostado con Alberto sin saber por qué. O quizá sí, y eso la torturaba en sus noches de insomnio: la sombra del interés abatía las penumbras de su conciencia.
Abandonado Alberto, este comenzó a recopilar los apuntes de sus dramas cotidianos. Como no había tenido la ventura de forjar una obra literaria encomiable, ya que el periodismo le había atenazado la imaginación, convino en reunir los papeles sangrantes de sus personales tragedias como un gesto de secreta dignidad. El diario de la ausencia de Natalia, sus elucubraciones sobre la actitud de ella, sus celos embozalados y su certeza de que finalmente sería desahuciado sin dolor, le dieron la fuerza suficiente para continuar en la brega de la escritura anónima y planear un testamento sentimental para sus amigos con la evidencia de sus tribulaciones.
Natalia terminó hallando su destino en Ecuador. De la mano de un grupo escenográfico de bailadores de salsa caleña recaló en Guayaquil, donde consiguió ingresar a su especialidad de Cirugía Plástica. Ella siempre tuvo un especial interés por las deformidades naturales y por las patologías de la piel que pudieran ser corregidas con el bisturí o con rayos láser. Allá recuperó plenamente la memoria que solía perder ante las necesidades afectivas de Alberto, las cuales, realmente, poco le importaban. Se casó con un pastor protestante descendiente de Manuelita Sáenz, tuvo una hija a la que llamó Natalia Sofía y ejerció con solvencia su profesión en una clínica junto al río.
De Alberto no se supo nada más. Sus documentos y diarios fueron descubiertos calcinados en el fondo de un baúl. Lo único que pudo reconocerse de esos legajos inservibles fueron tres palabras que se habían salvado de la destrucción en la esquina de una servilleta, y que habían sido escritas con tinta indeleble en el último restaurante que visitaron juntos el día de la despedida final: adiós, amor, adiós…