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 “Los que se consagran a la práctica sin la ciencia son como los marinos que se embarcan sin timón y sin brújula, y que jamás saben a dónde van”.  Leonardo Da Vinci

No fue un sólo hombre el encargado de subvertir la preeminencia de la Iglesia Católica en las postrimerías de la Edad Media, pero sí fue Adelardo de Bath, un astrónomo y matemático inglés del siglo XII, quien hizo conocer en Occidente los textos científicos de los árabes con el propósito de enfrentar (era la síntesis de su pensamiento) la razón al poder escolástico prevaleciente. “¿No comprendéis, susurraba a sus interlocutores, que la razón ha sido otorgada a cada individuo con el fin de que pueda discernir lo verdadero de lo falso?”. Entretanto, a sus colegas más aferrados al pasado y menos permeables al cambio de conceptos les advertía, con ramalazos de irónica displicencia, que el diálogo con ellos era casi imposible, puesto que mientras él había aprendido de sus maestros, los árabes, cómo seguir la luz de la razón desde los socavones de la sombra, ellos continuaban atenazados por las bridas de la autoridad eclesiástica.

No alcanzaba a imaginar Adelardo de Bath, sin embargo, que muchos siglos después, tanto en Oriente como en Occidente, subsistirían con áspero vigor ciertas tendencias políticas e ideológicas de índole litúrgica o sacramental, que cultivan la ilusión de mejorar la vida del hombre con base en la violencia o en la fe irracional, imbricando la misión de la religión con la del Estado y dándole a sus creencias, por momentos, el mismo valor que posee la razón. No es de extrañar, entonces, que en la Colombia de hoy existan, bajo la norma constitucional de la libertad de cultos, más de 3.000 credos y más de 800 instituciones autorizadas para impartir los beneficios y maleficios de la fe, sin contar las más de 2.000 solicitudes que se tramitan actualmente con el objeto de abrir nuevos centros de catequesis. Ya lo había dicho Albert Einstein en tono resignado: “Es más fácil destruir un átomo que destruir un prejuicio”. Y así es. Prejuicios como aquel de que la violencia es la partera de la historia o aquel de que la salvación del alma es posible con la entrega de la voluntad al designio de cualquier orador que surge con la promesa de llevarnos al cielo, parecen ser indestructibles. Uno y otro subyugan a las gentes de corazón sencillo y desorientado, y conducen a los incautos fieles por la trocha de la obediencia ciega y no del pensamiento razonable y argumentativo. En ambos casos se manipula, bien con el temor que infunden las armas o bien con la quimera de la vana esperanza; en ambos casos lo que ocurre es un constreñimiento azorado de la psicología del individuo y una profundización de la ignorancia de la comunidad.

¿Qué hacer?

Cualquiera podría pensar que la solución radica en que cada alumno, desde los primeros años, acceda a un entrenamiento científico. No se trata de eso. El entrenamiento científico es el aprendizaje de un método que permite producir información (es decir, hacer ciencia) con base en procedimientos experimentales, asunto que sólo debe ser un requisito indispensable para maestros y doctores. La educación en ciencias, por el contrario, que sí necesita todo individuo que aspire a vivir en una sociedad moderna y civilizada, y que es obligante para todo estudiante universitario y para todo intelectual, es la posesión de un conocimiento que por su naturaleza debe conducir a la interpretación del mundo a través de un punto de vista esencialmente lógico y objetivo, el cual consiste nada más y nada menos que en ser capaces de identificar los aspectos históricos, sociales y culturales de las ciencias (1). Porque las ciencias no surgieron de la nada, ni son una expresión aislada de la propensión inquisitiva de unos hombres y mujeres insatisfechos con su entorno. Las ciencias son un producto de la cultura y de sus contingencias, que tienen un trasfondo histórico fijo y unas enormes y cambiantes influencias en la evolución de la sociedad.

Una ciencia es, pues, un quehacer analítico, no dogmático, que somete sus presupuestos a la verificación y a la crítica. Entre ellas se distinguen, por la nitidez de sus cometidos, las ciencias naturales y las ciencias sociales o humanas. Unas más exactas, otras más difusas, alrededor de ellas ronda como un imperativo ético una noción especulativa de suma trascendencia, la epistemología, que se ocupa de reflexionar sobre las teorías del conocimiento científico y filosófico. Del otro lado, y como apuntalando el triángulo del saber, está la investigación, eficaz instrumento de la ciencia que se caracteriza por la aplicación de un método riguroso con el que se procura obtener información relevante y fidedigna para entender, corroborar, corregir o aplicar el conocimiento.

¿Qué es investigar?

El acto investigativo comienza con el planteamiento de una hipótesis, que suele ser arbitraria, a partir de una duda razonable y no descabellada o absurda. Luego, dentro del propósito fundamental de la investigación, que es el de la consecución de principios generales, se compara para buscar diferencias entre lo que hay, que es lo que se ve o se sabe, y lo que se presume, que es lo que se busca, y si las hay, medirlas y saber si ellas tienen significación clínica o estadística, dependiendo del material analizado y de la temática en cuestión.

Las investigaciones se conocen por clases y por tipos. Las primeras están constituidas por la investigación básica, que resulta en informaciones originales, y por la investigación aplicada, que busca confrontar la teoría con la realidad. En cuanto a los tipos, las investigaciones suelen ser históricas, referidas a lo que ya pasó, descriptivas, que se ocupan de escudriñar el presente, y experimentales, cuya función es tratar de prever el futuro (2). De cualquier forma, en toda investigación seria hay que tener en cuenta el proceso previo de formación del conocimiento, ya que la búsqueda de nuevas certezas parte necesariamente de unas bases y de unas experiencias precedentes. Por esto se dice que la ciencia es una actividad eminentemente conservadora.

Ahora bien, en la composición de las ciencias hay que distinguir los datos acumulados a lo largo de su desarrollo, los resultados de la generalización de dichos datos, las suposiciones, probabilidades e hipótesis basadas en los hechos, y la interpretación teórica, es decir, filosófica, de los principios y leyes descubiertos, lo cual viene a constituir, finalmente, el conocimiento propiamente dicho (3). El origen del conocimiento, como puede colegirse de lo aquí expresado, no es casual ni espontáneo. Su naturaleza compleja involucra aspectos del racionalismo, el empirismo, el intelectualismo, el apriorismo y el psicologismo. Ninguno de ellos, como es apenas entendible, alcanza a explicar todo el andamiaje en que se sustenta la “verdad científica”, que por su intrínseca caducidad es de naturaleza conjetural, siempre sujeta a revisiones y actualización.

Al ocurrir que el conocimiento transita casi siempre por un cruce de caminos que va de los contenidos intuitivos a los no intuitivos, de los elementos racionales a los empíricos (4), la presencia omnisciente de los mitos en la vida del hombre no permite que el conocimiento sea puramente racional. Tampoco basta con la mera experiencia testimonial ni con la observación directa de los hechos. El facilismo deductivo, a partir de oscuras impresiones psíquicas y de dudosas vivencias sobrenaturales, no es fuente segura de conocimientos, y tampoco la facultad de prejuzgar sobre fenómenos biológicos o físicos nos puede conducir de manera cierta al deseado propósito de encontrar la verdad.

Las ciencias se dividen en formales o ideales, y en fácticas o materiales. Las formales demuestran o aprueban, confirman o descartan, nunca entran en conflicto con la realidad y sólo establecen contacto con ella a través del lenguaje, como sucede con las matemáticas, que guardan alguna semejanza espiritual con el arte de la música. Las fácticas son aquellas que se fundan en hipótesis verificables, y en su mayoría son provisorias, como ocurre con la información que se deriva de investigaciones básicas y clínicas (5).

Si no existiera el método científico, pilar y puerta de entrada al edificio del conocimiento, la ciencia no inspiraría confianza alguna y sus hallazgos no podrían ser refutables ni mudables. No hay, para el filósofo Mario Bunge, un remedio más eficaz contra los dogmas que el método científico. Un investigador, en trance de reconocer la realidad, está en permanente conflicto consigo mismo, puesto que la búsqueda del conocimiento verificable implica un continuo inventar, probar y cuestionar hipótesis. “Afirmar y sentir, dice Bunge, es más fácil que demostrar y disentir. Por eso hay más creyentes que sabios”.

Las ciencias, a diferencia de lo que suponen quienes les adjudican arrogancia e indolencia, no andan solas, no pueden andar solas, porque ellas no se diferencian, en absoluto, de otras disciplinas que contribuyen igualmente al desarrollo del conocimiento, como la filosofía y la historia. Ciencias naturales hay, inclusive, que no influyen de manera tangible en la vida social, como la astrofísica, la cosmología y algunas ramas de la geofísica, valga decir la sismología, por ejemplo. La finalidad de la ciencia, y su valor, son los mismos que los de cualquier otra rama del conocimiento humano. Ninguna de ellas, por sí misma, tiene finalidad y valor. Sólo lo tienen todas a la vez, según ha dicho el premio Nobel de Física Erwin Schrodinger (6).

El hombre de ciencia, en función de su elevado papel en el ámbito de la inteligencia, debe poseer unas virtudes específicas que le permitan generar confianza e influir sanamente en la conciencia de sus semejantes. Su labor debe ser benéfica en términos académicos y sociales. La honestidad intelectual, la coherencia de sus planteamientos y criterios, no pueden ser empañadas por caprichos u oportunismos ni por arrebatos emocionales que nacen al vaivén de las circunstancias. La independencia de juicio, que lo precave de influjos interesados o doctrinarios, es indispensable para la perduración de su obra. El amor por la libertad, por el pensamiento alado y fecundo, debe ser el soporte de su creatividad e inventiva, y de sus inclinaciones artísticas y estéticas. El sentido de la justicia, que le permite discriminar lo bueno de lo malo, lo equitativo de lo inequitativo, lo conveniente y lo inconveniente de su trabajo para la humanidad, es un atributo imprescindible para que sus estudios e investigaciones ostenten el sello indeleble de lo bioético, de lo que se hace para mejorar el sentido y la calidad de la vida de los hombres (7).

Académico Dr. Álvaro Bustos González

Decano, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, Montería, Presidente, Capítulo Córdoba, Academia Nacional  de Medicina

  • Marco A. Moreira. Conferencia: Investigación básica en educación en ciencias. Instituto de Física. Universidad Federal de Río Grande del Sur. Porto Alegre, Brasil, 2003. http:/www.if.ufrgs.br/moreira
  • Mario Tamayo. El proceso de la Investigación Científica. Noriega Editores, 2002
  • B. Kèdrov y A. Spirkin. La Ciencia. Crítica. Editorial Grijalbo, 1999
  • Johannes Hessen. Teoría del Conocimiento. Panamericana Editorial, 1994
  • Mario Bunge. La ciencia, su método y su filosofía. Panamericana Editorial, 1996
  • Edwin Schrodinger. Ciencia y Humanismo. Tusquets Editores, 1998
  • Mario Bunge. Ética, Ciencia y Técnica. Editorial Sudamericana, 1997

 

 

 

 

 

 

 

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