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La noticia del fallecimiento del académico De Vivero nos produjo más nostalgia que tristeza, incluso hasta un cierto alivio pues “el mono”, como le decían sus amigos más cercanos de la costa, debió soportar una enfermedad que lo aisló durante los últimos años de sus actividades habituales.

Nació el doctor De Vivero en Corozal (Sucre); allí pasó sus primeros años para luego adelantar estudios de bachillerato en el Colegio San Ignacio de Loyola de Medellín, con los padres jesuitas. “Allí enriqueció su personalidad adquiriendo la constancia, la persistencia y la tenacidad de la raza antioqueña, cualidades que le habrían de servir más tarde en el curso de su carrera profesional” según lo planteó el académico y profesor de urología Alfonso Latiff, en el discurso pronunciado con ocasión de la entrega a De Vivero de la máxima condecoración de la orden Jorge E. Cavelier, que entrega la Sociedad Colombiana de Urología a sus mejores exponentes. En esa sociedad fue Carlos su presidente, miembro honorario, conferencista, organizador y presidente de muchos de sus congresos durante décadas, pues “el mono” no fallaba a esa cita anual. Habiendo estudiado medicina en la Universidad Javeriana, egresó en el año de 1953 y se especializó luego en urología en los hospitales de San José y de la Samaritana. Por esa época este último nosocomio constituía el centro urológico de mayor proyección en el país, con figuras como las de Jorge E. Cavelier y de Pablo Gómez Martínez, dos ex presidentes de la Academia Nacional de Medicina. Allí comenzó su amistad con Jorge Cavelier Gaviria y con otros que lo vincularon definitivamente con la Clínica de Marly. Precisamente conocí a Carlos en ese medio cercano a los javerianos, durante mi rotación por el servicio de urología en el año 1961.

Había sido él discípulo de Jácome Valderrama y condiscípulo de José Roberto Jácome, primos de mi padre. Con mi mamá y mi hermano Daniel (neurólogo y académico) tendría también una cercanía, tal vez al calor de las notas de la música del Caribe, vibraciones que Sarita Roca arrancaba de las cuerdas de su guitarra, como bien lo hemos recordado en estos días con el académico José Antonio Lacouture. Este hecho, y por tener ambos el talante que comparten los nacidos en el litoral atlántico, garantizaría el inicio de una duradera amistad. Fue profesor de la Universidad Javeriana primero en La Samaritana, y luego ocupó la Jefatura de la Unidad de Urología del Hospital de San Ignacio por espacio de largos años. Años más tarde compartiríamos por dos décadas la actividad docente asistencial en este último centro universitario.

Hace tres décadas Carlos De Vivero me sucedió en el cargo de tesorero de la Academia Nacional de Medicina. Era un momento crítico de aulagas financieras ante el proceso de adquisición de la nueva sede, la que compramos con el escaso capital disponible, que completamos con malabares bancarios realizados por el presidente Cavelier Gaviria, respaldando los préstamos con el patrimonio personal de los miembros de aquella junta. Los otros eran los académicos Pantoja, Vergara Támara y Mendoza Vega. Debo reconocer que mi renuncia al cargo se debió al estrés que me producían aquellos saldos frecuentemente en rojo, que oportunamente se cubrían con frecuentes donaciones de la familia Cavelier. No en vano Jorge me respondía con una leve sonrisa, ante mi permanente alarma. Tampoco estaba acostumbrado a las revisiones de la Contraloría, ya que afortunadamente nunca ocupé un cargo público. Carlos tomó las cosas del manejo económico de la institución con naturalidad. Ya bajo la presidencia de su condiscípulo Otero Ruiz, los fondos se acrecentaron, el Banco de la República otorgó los fondos para la construcción del auditorio, se adquirieron nuevas propiedades y la Academia cursó por un periodo de bonanza que se extendió por varios años. Fue el tesorero estrella de los años noventa. En sus recordadas sabanas de Bolívar, mantuvo además algunos negocios con un hermano, en el ramo de la ganadería.

Hay que destacar en el académico De Vivero su calidad humana, sus destrezas quirúrgicas, sus habilidades docentes que permitían la transmisión de conocimientos sin presunciones de ninguna clase, su excelencia profesional. Trabajó y publicó en temas como la utilización del intestino en diversas operaciones para reemplazo en el tracto urinario, el tratamiento quirúrgico de las secuelas de la TBC urinaria, y el manejo de las estenosis urinarias por vía transpúbica. Juntos publicamos un caso de pubertad precoz por Leydigoma, segundo en el país y uno de la primera decena de pacientes informados en la literatura mundial de la época.

Ante la inevitable partida, no me queda sino enviarles un fuerte abrazo a su esposa Lucia Arciniegas, a su hija Clemencia (oftalmóloga, casada con el académico Eduardo Londoño Schimmer), y a sus hijos Juan Carlos y Felipe. Me imagino la llegada de Carlos De Vivero a la puerta de San Pedro, tarareando aquella canción que tanto le gustaba:

Mírame fijamente hasta cegarme, mírame con amor o con enojo, pero no dejes nunca de mirarme, porque quiero morir bajo tus ojos…

Alfredo Jácome Roca

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