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Con motivo del día mundial contra la lepra que se celebra el último domingo del mes de enero, y con el objetivo de crear conciencia sobre esta enfermedad y reducir el estigma que sufren las personas que la padecen, recordamos el artículo escrito para la Revista Medicina por los Académicos Dr. Roberto de Zubiría Consuegra y Dr. Germán Rodríguez Rodríguez en el año 2003.
Generalidades
La Lepra fue una de las primeras enfermedades descritas en el mundo antiguo; y caracterizada por cambios muy severos en el aspecto físico de los enfermos: las manchas, los tubérculos y los lepromas daban a la cara un aspecto de león por lo que la enfermedad se llamó leonina. Como también producía hipertrofia de las capas dérmicas y subdérmicas, semejaba la piel de un elefante, y también se llamó elefantiasis.
La enfermedad se caracterizaba por su evolución crónica y progresiva y habitualmente por su incurabilidad. Por la gravedad de sus manifestaciones, en los primeros tiempos de la historia se explicó como un terrible castigo enviado por Dios. Las medidas preventivas adoptadas por el pueblo judío, con los enfermos, su aislamiento y retiro de la sociedad permiten suponer que la consideraban contagiosa y posiblemente el aislamiento de los leprosos fue una de las primeras medidas de Salud Pública, que persistieron hasta mediados del siglo XX.
Los primeros médicos griegos y romanos se preguntaron si la enfermedad era comunicable o hereditaria y durante muchos siglos se especuló sobre las dos teorías.
El año de 1874, Armauer Hansen, natural de Bergen (Noruega), país donde la lepra era epidémica descubrió el bacilo productor de la enfermedad y demostró como lo había sospechado que la enfermedad era de carácter infeccioso[1]. Sin embargo la manera como se trasmitía estaba aún muy oscura.
¿Por qué razón, se preguntaban los investigadores, la lepra se trasmite a unas pocas personas y la mayoría permanecen indemnes a ella? Solo hasta el año de 1923 el investigador japonés Mitsuda encontró la explicación que dio la respuesta a un problema que no había podido ser resuelto. Mitsuda empezó a trabajar con pacientes que presentaban las formas más graves de la enfermedad, (lepromatosas) y los que cursaban con las más benignas (tuberculoides ) y tomó como controles los sujetos normales y los enfermeros que habían permanecido en los leprocomios, sin que se hubieran contagiado con la enfermedad.
Para el efecto preparó una suspensión de bacilos de Hansen obtenida de lepromas y esterilizada por el calor a la que se añadía ácido fénico. Luego inyectaba 0,05 ml de la preparación por vía intradérmica. A los 21 días observó que en los pacientes de forma lepromatosa la reacción era negativa y solo se producía un pequeño edema, pero sin eritema o papula. En los sujetos normales y los enfermeros que no se contagiaban y en los que padecían de la forma tuberculoide, la reacción fue de mayor intensidad.
El descubrimiento aclaró en gran parte la manera como algunos pacientes adquirían la enfermedad y otros no. Había sujetos con muy pocas defensas inmunológicas contra el bacilo de Hansen, que se contagiaban con gran facilidad y desarrollaban las formas graves y los que tenían mejores defensas desarrollaban las formas más benignas. El resto de la población tenía excelentes defensas y no se contagiaba. Entre los que se contagiaban había un 20 % de formas malignas y 80% de formas benignas.
Posteriormente aparecieron, ya bien entrado el siglo XX los medicamentos.
Con acción bactericida logró controlarse la enfermedad.
Las lesiones dermatológicas que voy a presentarles más adelante, no se encuentran en la actualidad y pertenecen a la historia de la enfermedad.
El artículo completo en: https://revistamedicina.net/ojsanm/index.php/Medicina/article/view/61-6/673