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El académico Álvaro Bustos González, Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm-, en Montería, Córdoba, escribió este artículo para la página web de la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina (ASCOFAME), que reproducimos en esta página web.
En época de reinvenciones, el regreso de los estudiantes a las universidades en los próximos días viene acompañado de un cúmulo de encargos para aprender a distancia. El término enseñanza virtual no es aceptado; se habla de “acceso remoto”, siempre en función del uso de las nuevas tecnologías.
Esta pandemia y sus dramáticas consecuencias han obligado a profesores y estudiantes a modificar el habitual esquema de la presencialidad, no a suplantarlo, y a utilizar diversas aplicaciones digitales y variadas plataformas tecnológicas para no interrumpir la secuencia de los estudios. No hay remedio: los aspectos teóricos seguirán por un buen trecho dictándose remotamente; las actividades prácticas, de laboratorio, empresariales o clínicas, sin embargo, deberán estar sujetas a prefigurados esquemas de protección.
Ahora viene la pregunta inevitable: ¿se puede garantizar el aprendizaje con base en estas nuevas modalidades de enseñanza? Por supuesto que sí, bajo una sola condición: que el estudiante estudie. Cualquier método pedagógico fracasa si los discentes no asumen su condición con entereza. De los clásicos conceptos del ser, el saber, el saber hacer y el saber relacionarse, que involucran la conciencia, el carácter, las competencias y el contorno social, pasamos a considerar lo cognitivo, lo emocional y los contextos. ¿No es eso lo mismo?
Para algunos pedagogos la invocación del pasado, de Sócrates, por ejemplo, es un anacronismo. ¿Será que el “sólo sé que nada sé”, como gesto de humildad, ya perdió toda vigencia? Si el individuo cree que lo sabe todo, ¿de dónde va a sacar la voluntad de renovarse y de mantenerse actualizado? La mayéutica socrática, el extraer con tino los frutos potenciales que cada quien lleva en su caletre, puede perfectamente compaginarse con cualquier metodología contemporánea, y sólo dará resultado, repito, si el estudiante aprende disciplinadamente todo lo que le corresponde y algo más.
Reconocen otros pedagogos que los estudiantes, por razones genéticas, educativas o socioculturales, poseen distintas capacidades. El tema de la vocación (dedicarse consagradamente a un aprendizaje) es el único que podría atenuar esas diferencias. Pero esos mismos pedagogos, quienes sostienen que los viejos métodos de enseñanza produjeron más daño que beneficio, aducen que la solución es fabricarles a los estudiantes, a contrapelo de su bagaje cognitivo, un ambiente emocional apropiado y un contexto tal que le permita a cada uno el mejor desarrollo de sus aptitudes.
Se queda uno cavilando sobre cómo habría que hacer, siendo el ser humano tan diverso en sus necesidades emocionales y en la valoración de sus propios intereses intelectuales, para que esos postulados igualitarios se lleven a cabo a plenitud, y la respuesta que aparece como un fantasma es que la ecuación enseñanza-aprendizaje de nuestro tiempo, adornada con el brillo de la Big Data y el internet de las cosas, parece recaer, oh paradoja, más en la universidad que en el alumno, como si éste estuviera condenado a ser un receptor pasivo de dádivas académicas que contribuyen más o menos a su formación.
Pero el dislate mayor de los pedagogos a los que me refiero radica en pensar y decir que el profesor ya no es el poseedor del conocimiento, puesto que éste reposa en las redes. Lo que está en las redes es la información, señores de la pedagogía, y el estudiante lo que tiene que hacer, de la mano de sus maestros, es aprender a distinguir la paja del trigo, es decir, la información desordenada y falaz del verdadero conocimiento.