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Hace 100 años Oswald Spengler advirtió sobre la decadencia de la cultura de Occidente. Al igual que ocurre con los procesos biológicos, el deterioro de las sociedades comienza de manera imperceptible y, cuando se hace notorio, el mal suele hallarse avanzado. Tanto Spengler como Arnold Toynbee, quienes coincidieron en esa perspectiva, sabían que las civilizaciones colapsadas no desaparecen, pero sí producen un estancamiento y un deterioro intelectual progresivo que se deriva del abandono de los principios y valores propios, dejando al azar o a los caprichos la adopción de nuevas formas de vida que muy poco concuerdan con las raíces propias. No quiere esto decir que lo deseable es que una sociedad se petrifique y sea remisa a los cambios, ni que se torne impermeable a los fenómenos transculturales, que son inevitables; se trata de que, cualquiera sea el movimiento o dinamismo que adquiera lo que llamamos el progreso, este no abjure en lo esencial de la filosofía o la sensibilidad que hicieron posible aquella cultura. Cualquiera podría darse cuenta de la insignificancia estética del llamado arte conceptual (un inodoro o una cabeza de cerdo colgando de un gancho de carnicería), y de la letra baladí, muchas veces grotesca, del género musical conocido como champeta.

Algunos ubican el principio de la decadencia de Occidente en el siglo XVIII, y señalan al escepticismo de David Hume, que negaba la posibilidad del conocimiento de la verdad, como su matriz originaria. De ahí es fácil colegir que, si algún elemento hubiera que invocar para exponer la pérdida del rumbo, tendríamos que llegar a la conclusión de que fue el racionalismo el causante de nuestro declive. Personalmente discrepo de esa tesis. No veo cómo la verdad de origen científico, que es parcial y conjetural por naturaleza, pueda contribuir a la decadencia de una civilización; son más bien los delirios ideológicos o religiosos, que anteponen sus abstracciones teóricas o místicas al empirismo de la realidad, los que pueden arrastrar al hombre y su tiempo por los caminos del dogmatismo y la barbarie. Ahí está la tecnología, como si fuera un instrumento dotado de moralidad, ocupando el lugar de la ciencia y sojuzgando a la razón crítica, seguida por el manoseo de la noción de Dios, que les sirve a los mercaderes de la fe y a los necios para impartir piadosas bendiciones a través de las redes sociales. Esa es la verdadera decadencia. Ahí está el germen del nihilismo utópico que se encarnó en la juventud contemporánea.  

El olvido del embrión griego que nos impulsó hacia la civilización tiene mucho que ver con todo esto. Ya nadie habla de la fusión del bien y la belleza (kalós kai agathós), de la excelencia como virtud (areté), de la entereza y el arrojo (andreia), de la prudencia como una sabiduría práctica (phrónesis), de la temperancia (sophrosyne) como comedimiento, de la ilustración y el entendimiento (phren) como fuente de paz interior, del carácter como del sello que uno le pone a su vida (charactér), en fin, el habernos entregado a la desmesura (ibris) y a la frivolidad, a la pseudociencia y al esoterismo, y a la victimización ideologizada de lo minoritario y diferente, refleja la evolución continuada de nuestra cultura hacia el abismo: pasamos sin darnos cuenta de la filosofía de Kant al utilitarismo inglés, y de éste al pragmatismo norteamericano, para caer, finalmente, en las turbias aguas conceptuales de la posmodernidad, que nos legó la jerga artificiosa de los Foucault y compañía. Un verdadero desastre. 

Académico Álvaro Bustos González*

*Decano, FCS, Universidad del Sinú -EBZ-.

    

        

 

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