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Academico Dr. Álvaro Bustos González
Decano, Facultad de Ciencias de la Salud
Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, Montería
Presidente del Capítulo Córdoba, Academia Nacional de Medicina de Colombia

 

Tú mataste a mi padre porque él no quiso anticipar la muerte de mi madre. Desde mucho antes de que a ella le descubrieran el mal de que iba a morir, tú la habías tomado contra su inocente resignación. Ella nada te había hecho, nunca pensó hacerte nada. Era suficiente con que tú fueras el destino afectivo de mi padre, un destino prefigurado desde su primera infancia, para que todos entendiéramos que en la vida nada es perfecto, que lo oblicuo se confunde con lo recto y que muchas veces la sabiduría consiste en aceptar la fatalidad, o lo inmodificable, con cierta mansedumbre. 

Algo te debo, Támara, porque por ti, por esos raptos de bondad que te caracterizaban, pude hacerme pintor. Nunca tuve cómo agradecerte aquella oportunidad que tu diligencia me concedió. ¿Te acuerdas de la vez que en París, en la colina de Montmartre, todavía bisoño, me dispuse a hacerte un retrato sin que hubiera podido aprehender las facciones delicadas y angelicales de tu rostro? Aquel día nublado, al atardecer, bajo un calor plebeyo, algunas turistas hondureñas te confundieron con una celebridad de Hollywood. Tú no lo creíste, pero yo estaba ahí, atento, escuchando por encima del hombro la discusión que alrededor de tu belleza y de tu supuesta nombradía se había formado en el pequeño corrillo centroamericano. 

Ahora, muchos años después del entierro de mi padre, y mientras mi madre agoniza, recuerdo que alguna vez le encontré a él en el bolsillo de la camisa una carta tuya en la que hablabas de la dignidad de la mujer. En ella sólo te referías a la forma libre y censurable en que ustedes dos habían vivido, no a los contenidos éticos que guiaron su prolongada existencia juntos. Fueron treinta y cinco años, Támara, en los que a mí me consta que mi padre no hizo más que pensar en tu progreso intelectual y moral. Yo lo veía como un zopilote hambriento buscando libros y artículos para tu lectura, llenando partituras de música semiculta para que ésta fuera interpretada en tu honor, pero a ti sólo parecía preocuparte por momentos lo que la murmuración social dijera de ustedes. Cuán equivocada estabas, Támara. Bastaba que el demonio de la autodestrucción (tu complejo azorante de mujer secundaria) se apoderara de ti, para que perdieras por completo la razón y te encerraras en el cuarto oscuro de tu mirada vacía, en cuyo trasfondo se vislumbraba el rencor contenido de unas ortigas hirientes. 

No haber distinguido entre percepción y realidad te fue llevando a una crisis absoluta de confianza en ti misma, Támara. No era sólo la pérdida de las ilusiones que alguna vez te habías forjado al lado de mi padre; tú querías vivir una vida plena, pero la verdadera plenitud poco tiene que ver con el aspecto social de la existencia. Mi padre se inclinaba por el recato, por la intimidad, para no avivar maledicencias ni hacerle daño a terceros, y por el cultivo de los llamados valores del espíritu, que incluían el bien hacer profesional y una sed incesante de nuevos conocimientos, los que solía compartir contigo, aunque, según alguna vez me dijo, tu formación era débil en términos empíricos y científicos, elementos que en ocasiones te merecían mofa en virtud de tus ancestros burlescos y obcecados. Pero si algo te caracterizaba, Támara, y que tú le confesaste a él en una mañana de domingo, era un extraño egoísmo hereditario que te obligaba, a veces, a ponerte por encima del dolor humano. Mientras tú estuvieras bien, poco te importaba que el resto estuviera mal. Excepto con tus hijos, tu capacidad de amar parecía tener límites. A mi padre no le bastó quererte desde que era un niño; a él, cuya integridad contigo no admitía dudas, lo dejaste a la vera del camino, expósito, sólo porque ya tú no te sentías digna de seguir viviendo como lo habías hecho hasta aquel nefando 14 de noviembre, como si los treinta y cinco años que habían transcurrido hubieran sido un periodo inocuo, insuficiente para dejar una huella imborrable en tu alma. 

Después del crimen, sin una sombra de remordimiento, te fuiste a vivir a España. Allá pretendiste, como si se tratara de un acto baladí, rehacer tu vida, pero te diste cuenta a tiempo de que a tu edad, después de siete lustros de haberlo recibido todo en materia de pasión y de ternura, lo indigno era mancillar la memoria de aquél a quien habías deshecho con el veneno de tu abandono. Me dicen que por estos días de tu vejez, cuando las hojas de tus mejores recuerdos se han marchitado y no te quedan ya sino las nubes errabundas de efímeras visiones, te dedicas en Sevilla a mirar distraídamente la Torre de Oro, mientras el Guadalquivir mece impávido la cuenca de tus ojos, que siguen en dirección ignota el viaje de unos cuervos dispersos y famélicos, cuyos graznidos apagados se pierden en el umbral de la noche. 

El verso de Sor Juana Inés de la Cruz, y el enigma con que mi padre, antes de morir, lo leía, han gravitado en mí desde entonces:       

“De este cuerpo eres el alma
y eres cuerpo de esta sombra”

Yo sé que se refería a ti. Algo tuvo que ver su repetición obstinada con un sobrevuelo que ustedes hicieron de la zona de los volcanes, de sus laderas, donde nació Sor Juana Inés, cerca de la ciudad de México. Con frecuencia él, con cara de moribundo, se quedaba extasiado mirando el firmamento, como si en su delirio hubiera encontrado de veras la región más transparente, en la que al fondo aparecía, como una tenue bocanada, la intermitente fumarola del Popocatepetl. Eran los tiempos aquellos en que mi padre, ya sin consuelo, acentuó su dedicación al opio. Él había conocido años atrás en San Francisco a un músico chino, quien tal vez lo inició en la liturgia. Yo lo interpretaba, para retribuirle su benevolencia, como una forma de escapar a su soledad, sin que nada le importara la vida, o ese remedo de vida en que tú lo sumiste, Támara, cuando el diablo y sus vergüenzas se te metieron adentro por última vez y preferiste prescindir de su amor y de su compañía para siempre.

Antes del opio, mi padre había mostrado una decisiva inclinación por el alcohol. Su elevado consumo solía ponerlo frenético o melancólico, susceptible o desconfiado. Nunca voy a olvidar el día en que, creyéndote perdida o en brazos de otro, intentó lanzarse al vacío desde un balcón. Él, me parece, tenía un fondo depresivo que se hacía más notorio en las circunstancias en que, llevado de los celos, te imaginaba en actitudes deshonestas. La verdad es que yo nunca tuve noticias de que tú fueras una mujer cualquiera, pero entiendo que no perdías la ocasión de mortificar a mi padre haciéndole ver que tarde o temprano podrías vivir sin su abrigo, lo que para él significaba ni más ni menos que eras capaz (¿cómo marcar la diferencia entre la mentira inocente y el engaño?) de salir en pos de aventuras de impredecibles consecuencias.  

No sé si alguna vez supiste que después de la tercera guerra mundial nos trasladamos a vivir a Pekín. Mi padre, que se había apasionado por los motivos de la conflagración, no dejaba de pensar en el opio, bajo cuyo efecto finalmente perdió los estribos estéticos y escribió una música incomprensible, en la que denotaba un amargo resentimiento. Nunca entendió que después de treinta y cinco años tú hubieras decidido quedarte sola, cuando lo natural era que siguieran juntos afrontando emboscadas, como tantas veces lo habían hecho desde los primeros tiempos, en los que el uno se aferraba al otro como un suspiro se aferra a la vida.

Los motivos de la guerra, Támara, lograron inculcarnos la ilusión de que la existencia de mi padre se prolongaría. ¿Cuánto? No lo alcanzamos a discernir. Pero yo lo recuerdo paso a paso entregado al análisis de los prolegómenos del combate, que se surtían alrededor de unos derechos intelectuales o de unas patentes que eran reclamados por el bloque asiático en relación con el hallazgo del funcionamiento de la conciencia. 

Mientras Occidente, resquebrajado en sus valores culturales por la desidia e ignorancia humanística de sus gobernantes, persistía en la inercia del racionalismo como fuente de todo conocimiento, Asia apelaba a la tradición de sus fuerzas espirituales para, con base en procedimientos avanzados de neurofisiología anímica, descubrir en definitiva la última frontera de la conciencia: “Tal vez sea el amor, esa flor de sangre de la que hablaba el poeta latinoamericano Octavio Paz, el soporte moral más valioso de la conciencia”, rezaba el dictamen de los profesores de la Universidad de Hong-Kong. 

Esa certeza, que desde siempre habían intuido los amantes, pero que ahora se convertía en un polémico hallazgo con visos científicos, por cuya validez se irían a transformar de raíz las relaciones humanas, suponía que la dignidad de los hombres y las mujeres no consiste en una simple subordinación a las convenciones ajenas y sus interesados fariseísmos, sino al acto de honrar con nuestros mejores sentimientos, haciéndolos perdurables, el vínculo que nos une o nos ha unido a alguien con la vana pretensión, ya lo sé, de la eternidad. 

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