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Vidina Suárez-Rodríguez, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Cuando sufrimos dolor o sensación de rigidez, lo solemos atribuir de forma intuitiva a nuestros músculos o articulaciones. Sin embargo, en muchas ocasiones, estas molestias pueden originarse en un componente de nuestro cuerpo que quizá ni siquiera hayamos oído nombrar: la fascia. Tradicionalmente, se le adjudicaba un papel muy secundario, pero en los últimos años ha empezado a cobrar protagonismo. Veamos por qué.
Materia deslizante
La fascia es un tipo de tejido conectivo de aspecto principalmente fibroso y fuerte que cubre todas las estructuras corporales –músculos, huesos, vísceras, vasos, nervios…– de forma continua e ininterrumpida. Les da forma, sostén y protección y permite el intercambio de sustancias entre las mismas.
Se distribuye a lo largo, ancho y profundo de nuestro cuerpo, con una continuidad tanto anatómica como funcional. Y aunque tiene aspecto de hoja o membrana, en realidad está formada por múltiples capas con líquido entre ellas.
Para que el organismo se mueva óptimamente, estas capas deben deslizarse entre sí de forma suave y fluida. Y eso sólo puede pasar gracias a la intervención de algún “lubricante”; en este caso, el conocido ácido hialurónico o hialuronato. Su consistencia y, por tanto, su acción lubricante dependen de la disponibilidad de agua en su entorno.
Cuando tiene agua, el ácido hialurónico se une al líquido elemento y es menos viscoso, permitiendo un adecuado deslizamiento. Pero si no la hay, se genera una macromolécula de hialuronato, lo cual aumenta la viscosidad y termina formando un punto de densificación.
Además, varios estudios están demostrando que la fascia es un tejido muy inervado, incluso más que la piel. Posee principalmente receptores del dolor y del movimiento, que pueden disponerse a lo largo del tejido o atravesarlo.
Alta tensión
Una fascia sana es flexible y suave, y permite un movimiento óptimo, fluido y eficiente. Sin embargo, cuando se produce un punto de densificación, el aumento de tensión en esa zona se transmite a otros lugares debido a su continuidad anatómica.
Además, dicha tensión puede afectar al funcionamiento de los receptores nerviosos, que pueden emitir una señal de dolor por los cambios generados en el tejido (en el mismo punto donde se han producido o en la distancia).
Si esta circunstancia se mantiene, nuestro cuerpo irá compensando para huir del dolor y recuperar el movimiento que ha perdido en la zona. Así se producirán otras zonas de tensión, poniendo en peligro la movilidad de las articulaciones, la integridad postural y algunas funciones orgánicas. En último término, el dolor puede pasar a ser crónico.
Para llegar a esta situación, son varios los factores que pueden afectar negativamente a nuestra protagonista:
- Llevar a cabo poca actividad física.
- Adoptar posturas forzadas o mantenidas durante largos períodos de tiempo.
- Hacer movimientos repetitivos.
- Sufrir traumatismos, que incluyen cirugías y lesiones, o afectaciones como un dolor menstrual o una mala digestión.
¿Es la fascia lo que me duele?
Pero ¿cómo puedo saber si las molestias vienen realmente de la fascia? De forma general, si están afectados los músculos o las articulaciones, cuanto más nos movamos, peor nos sentiremos. En cambio, las tensiones en el tejido fascial mejoran con el movimiento. Además, responden muy bien a las terapias de calor, que ayudan a recuperar la elasticidad del tejido.
Para aliviar los dolores podemos, entonces, aplicar calor en la zona, darnos una ducha de agua caliente y realizar estiramientos suaves. Si la molestia es reciente, en unos días se suele resolver por sí misma. Cuando esto no ocurre, lo recomendable es acudir al fisioterapeuta.
Resulta habitual sufrir este tipo de problemas de vez en cuando. No obstante, hay que descartar otras causas más serias si el dolor es constante, muy intenso o crónico. Si continuamos sufriéndolo a pesar de las recomendaciones o no nos permite dormir o hacer nuestra vida normal, es aconsejable visitar al médico.
Cómo mantenerla sana
Tener una fascia saludable implica sentir menos dolor, contar con más rangos de movilidad articular y movernos de forma más sencilla. Estaremos menos cansados, puesto que nuestro cuerpo funcionará de forma más eficiente y no gastará más energía de la necesaria. Estas son algunas recomendaciones para prevenir problemas fasciales:
- Muévase más: no sólo se trata de hacer ejercicio físico de forma regular; también es necesario que, si tiene un trabajo estático, cambie de posición o camine durante la jornada laboral. Si puede realizar alguna tarea moviéndose, hágala. Por ejemplo, subir escaleras en vez de coger el ascensor.
- Haga estiramientos habitualmente.
- Procure tener una buena consciencia corporal que le permita conocer en todo momento si la postura que adopta es adecuada. Y de no ser así, no la mantenga por mucho tiempo.
Vidina Suárez-Rodríguez, Fisioterapeuta. Doctora en Investigación Aplicada a las CC Sanitarias Profesora Asociada en el Grado de Fisioterapia, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.