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Por Alfredo Jácome Roca.

Si Galeno escribía… era porque también sabía leer; esto que parece obvio en un médico del tercer milenio no lo era en el siglo II d.C. Recordemos que entre Hipócrates y Galeno hubo un espacio de cerca de seis siglos, y que entre él y Gutemberg más de doce. Muchos de los médicos del Imperio Romano de Marco Aurelio eran, o esclavos o simples charlatanes, incluso muchos que dictaban conferencias eran teóricos con malas bases de anatomía. La regla general era el analfabetismo, la cultura y las grandes bibliotecas eran espacios cerrados para el gran público que jamás podía acceder a las estanterías.

Excepción hecha de los monjes copistas –los precursores de la imprenta- para escribir algo había que estudiar, observar, pensar y leer mucho. Era absolutamente necesario pasar a un papiro la información para transmitir a otras generaciones lo expresado; en el caso de Sócrates y por supuesto en el de Jesús de Nazareth, sus enseñanzas fueron posteriormente publicadas por sus discípulos (Platón escribió las enseñanzas de Sócrates). En la antigüedad, la única posibilidad consistía en que lo dicho causara tanto impacto que fuera sometido a la dura prueba de la tradición oral, la única posible durante muchos siglos. Si recordamos la “Carta a Garcia”, es logico pensar que el tamizaje del tiempo debió modificar algunas cosas.

En la autobiografía novelada de Claudio Galeno, “El Médico del Emperador” de la alemana Tessa Korber, se describe a este médico griego del Imperio Romano como proveniente de una distinguida familia de Pérgamo –ciudad helénica cercana a Éfeso y Esmirna- quien podría haberse dedicado a la arquitectura como su padre, pero en virtud a un sueño profético que tuvo, decidió ser médico y estudiar a Hipócrates. Viaja luego a Alejandría –el gran centro de la cultura- donde estudia, trabaja, desarrolla conceptos y escribe libros. Se desilusiona de la metrópolis greco-egipcia, pues considera que continúan enseñando lo del gran anatomista Erasístrato de siglos atrás, pero sin cuestionamiento alguno ni avances adicionales. Lo de Galeno era atender a los demás, cuidar pacientes, formular teorías y desarrollar ideas que plasmó en numerososlibros, cerca a 400.

Imaginaríamos que aquellos libros siempre se referirían a conocimientos médicos per se, que se trataría de libros técnicos. Pero no, muchos trataron de conceptos generales y de comentarios de los clásicos. Veamos algunos de los primeros títulos: Sobre “El mejor método de enseñanza”, el buen médico ha de ser también filósofo, “Exhortación al estudio de las artes”; escribio sobre la estructuración del arte médico, sobre las costumbres, comentarios a libros de Platón, a los escritos de Hipócrates (compilados en varios volúmenes conocidos como el Corpus Hippocraticum, escritos por él mismo y discípulos del medico de Cos en años posteriores). Uno de los primeros expone sus deseos de discutir, de no tragar entero: Contra las contradicciones de Juliano en torno a los aforismos de Hipócrates (Juliano fue su profesor de anatomía en Alejandría, frecuentemente rebatido por Galeno pues se limitaba a decir lo de Erasístrato de siglos anteriores). Las últimas dos terceras partes de su obra si se refieren a temas médicos, donde discute sobre los órganos, las enfermedades, la clínica, los tratamientos… Los papiros de Galeno fueron aceptados como dogma por siglos –por cristianos y musulmanes, gracias a las ideas monoteístas del médico griego- y sólo en las épocas de Paracelso, de Vesalio y de otros, vinieron a cuestionarse sus conceptos, y a cambiarse la teoría de los cuatro humores, que ya venía de los tiempos hipocráticos.

Según la argentina Victoria Sayago, todo este asunto del libro empezó entre el 3500 y el 3100 a.C., de manera separada, en las ciudades de algunos estados de antiguas civilizaciones; en Sumeria se empezó a escribir sobre tablillas de arcilla fresca; en Egipto, sobre algunas tumbas; y en Harappa sobre cerámicas. En tiempo de Pisístrato se coleccionaron en un libro los fragmentos de la poesía épica de Homero –la época de Asclepio o Esculapio- con las largas historias del astuto Odiseo o del valiente Aquiles; estas aventuras que vivían en boca de la gente, fueron redactadas –lo que modernamente se dice editar- y pasadas a papiros.

Los libros egipcios -continúa la señora Sayago- se confeccionaban con este papiro, un material bueno, pero frágil y poco durable; se hacían con tiras de una planta acuática, cruzada y prensada hasta pegarla y formar hojas lisas, unidas entre sí por largos rollos. Los griegos y romanos lo usaron, hasta que en el siglo II a.C., los primeros inventaron el pergamino de cuero de cordero o de cabra. En la Edad Media se empezaron a encuadernar las hojas de pergamino, poniéndoles tapas duras. Y el libro tomó la forma actual. En la antigüedad muy poca gente tenía libros porque eran muy caros pues eran manuscritos y porque poca gente sabía leer.

Dos siglos antes de Cristo, el historiador Ptolomeo –uno de los tres grandes generales de Alejandro Magno- fundó la famosa biblioteca de Alejandría, tantas veces destruída, actualmente reinaugurada con toda la tecnología moderna; en su mejor época llegó a tener setecientos mil rollos o volúmenes, con obras de filósofos y científicos que eran consultadas por estudiosos de muchos países. Lamentablemente, se incendió durante una guerra en el año 47 a.C. Gutemberg, con su imprenta revolucionó la difusión del libro. En el Renacimiento ya no se dependió más de los monjes copistas, y empezaron a traducirse los clásicos del griego, latín y árabe a las lenguas vernáculas. En Europa, la imprenta y el papel simplificaron y abarataron la producción de los libros y -al mismo tiempo- se aumentó la alfabetización, creciendo así el público lector.

Por supuesto los libros se tornaron muchas veces sospechosos, pues –además de los clásicos- se empezaron a publicar (que quiere decir, se dieron a conocer al pueblo) muchos manuscritos que traían ideas nuevas (obviamente no necesariamente correctas), que hizo que los grandes mecenas guardaran cierto recelo con esta nueva tecnología. Y así como se llevaron a la hoguera a brujas y apóstatas, también se hizo lo mismo con los libros. El venezolano Fernando Báez ha publicado un interesante libro – “Historia Universal de la Destrucción de Libros”- itinerario que comienza cuando los libros son pasto de la voracidad de los insectos, las inundaciones, las llamas, las guerras y de la vocación destructora de los fanáticos políticos y religiosos o de la vigilancia dogmática de los censores.

Romanos, musulmanes, cristianos, chinos, comunistas, inquisidores, nazis, conquistadores españoles, todos pusieron su grano de arena en esta historia de la desaparición de la cultura. Fungian de “good guys”, pues incineraban el error. Pero eran en realidad “bad guys” pues destruian la cultura y la historia del ser humano. Nunca me interese en leer “Las noches del Decameron” de Bocaccio, que cuenta con descripcion de la aciaga epoca de la peste europea, pues nos dijeron que dicho libro se encontraba en el “Indice” (otro libro condenatorio publicado por la curia romana, cuya ultima y final edicion aparecio en 1948).

Por motivos sexuales, religiosos, políticos o muchos otros, muchos libros han sido prohibidos y sus autores, perseguidos. Pero –al igual que el cine, la televisión o el Internet- la influencia que el contenido tenga sobre el público depende mucho de su formación intelectual y moral, y –en el caso de menores- de la vigilancia de los progenitores.

El argentino Alberto Manguel destaca la asombrosa y no siempre predecible naturaleza de los verdugos: Platón destruyó las obras de Demócrito; Descartes pidió a sus lectores que quemaran los libros anteriores a su Discurso del Método; Hume exigió la supresión de todos los manuales de metafísica; los futuristas propusieron la quema de todas las bibliotecas; Nabokov quemó el Quijote en el Memorial Hall de Harvard ante más de seiscientos alumnos. De los libros se imprimieron miles de copias, reimpresiones, nuevas ediciones, traducciones, que se colocaron en miles de bibliotecas públicas y privadas alrededor del mundo. El costo del papel, de la tinta y del correo, la mala comercialización de los libros que no son best-sellers, ha limitado hasta cierto punto el acceso a muchos contenidos. Los libros –y por supuesto las revistas- no desaparecerán, pero cada vez más dependeremos de la digitalizacion de las obras –los e-books- ya no en CDs, y de publicaciones periódicas actualizadas recibidas a través de internet; cada vez más accederemos a las bibliotecas virtuales y al encuentro de la nformación a través de los grandes buscadores.

Cuando me traslade a vivir en los Estados Unidos, debi despedirme de mi aceptable aunque polvorienta biblioteca. Los libros impresos se han convertido en elementos decorativos por su gran formato y elegante impresion, cuando no “best sellers” desechables, novelas populares que pocos guardan. No se si la gente lee en la cuarentena del coronavirus, o si solo mira los “correos virales”. Aunque aun hay espacio para las grandes cadenas de librerias, son mas las compras de libros impresos a traves de gigantes como Amazon.com.

No se si sera chiste pero alguna vez oí que la primera palabra en inglés que se aprende en el Asia es ¡Google!


dr. Alfredo Jacome

El Dr. Alfredo Jácome Roca es Internista-Endocrinólogo. Miembro de Número de la Academia Nacional de Medicina, Fellow del American College of Physicians y Miembro Honorario de la Asociación Colombiana de Endocrinología, Diabetes y Metabolismo.

Editor Emérito de la Revista MEDICINA.

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