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El conflicto de conciencia gira alrededor del valor ético que tiene el ser humano en formación, afirma el académico  Fernando Sánchez Torres en su columna de EL TIEMPO.

En esta columna, y en otras venideras, me ocuparé de un tema que, a pesar de estar bastante trillado, siempre tiene actualidad, pues la sociedad vive pendiente de él. Me refiero al aborto provocado. Actualmente, la opinión se halla expectante acerca del fallo de la Corte Constitucional sobre si abre las compuertas por completo a su práctica, o si mantiene su ilegalidad, como lo contempla el Código Penal.

Los sectores femeninos vinculados a los movimientos de liberación de género exigen que se respeten sus derechos sexuales, incluyendo la práctica del aborto, pues –según sus voceras– son dueñas absolutas de su cuerpo. Así de simple. En algunos países, que no son muchos, su demanda ha sido escuchada, dándoseles entonces el calificativo de “naciones cultas, progresistas”. Quizás con el paso del tiempo la cultura del aborto vaya extendiéndose, como que las costumbres son cambiantes, y la costumbre, aceptada por la mayoría, a la larga se constituye en ley.

Meto baza en el asunto por considerarme autorizado para ello. Mi condición de veterano médico ginecobstetra y estudioso de la reproducción humana –además de la ética profesional– me permite abordar el asunto con mente abierta, es decir, analizando los distintos aspectos que rodean la práctica del aborto provocado. Al opinar acerca del tema pretendo llamar la atención sobre facetas que seguramente escapan a quienes se declaran partidarios de este, como también a quienes lo rechazan. Muchos de los que escriben y predican al respecto lo hacen sin haber vivido su intimidad. Por eso, su enfoque suele hacerse con lente especulativa.

Al opinar sobre el tema pretendo llamar la atención sobre facetas que seguramente escapan a quienes se declaran partidarios de este, como también a quienes lo rechazan. El aborto provocado es un problema que la sociedad ha creado y al que el Estado busca darle solución mediante sentencias y leyes. Cuando esas disposiciones le dan vía libre a su práctica, se compromete a quienes ejercen la medicina, pues se piensa –y se piensa bien– que ellos son los que ofrecen garantía a las mujeres abortadoras. Sin embargo, no todos los médicos están a favor del procedimiento. Hay objetores por principios éticos. Pese a ello, la ley los coloca en una encrucijada. Así ha sucedido luego de la promulgación de la sentencia C-355 de 2006, que despenalizó el aborto en tres circunstancias puntuales y cuya implementación ha venido haciendo equívoca la participación del médico, como ocurrió con lo dispuesto en el artículo 16 del texto propuesto por el entonces ministro de Salud Juan Pablo Uribe (octubre de 2019) para reglamentar dicha sentencia, y que, afortunadamente, no corrió con buena suerte, pues se aceptó que fuera el Congreso el encargado de hacerlo. Allí se obligaba al médico, aun siendo objetor de conciencia, a practicar la interrupción del embarazo “si solo existe un profesional disponible que pueda llevar a cabo el procedimiento”. Es decir, se le colocaba una camisa de fuerza.

Por desgracia, el médico ha sido utilizado como instrumento de solución, con todas las implicaciones que tal actividad apareja. Para él, la práctica del aborto se constituye, quiéralo o no, en un conflicto de conciencia: si su misión está encaminada a defender y mantener la vida humana (en el código de ética médica se lee: “Velar con sumo interés y respeto por la vida humana, desde el momento de la concepción…”), ¿cómo puede convertirse en un agente destructor de la que apenas está en cierne? Los médicos que llevan a cabo abortos sin incomodar su conciencia de seguro tienen el convencimiento de que el embrión y el feto no poseen aún “vida humana respetable”, de que son tan solo una “carnita” viviente, palpitante en el seno materno y, por lo tanto, puede extirparse de la manera más natural, como quien, para beneficio de la mujer, extirpa un apéndice infectado. Entendible, se acogen a la libertad que otorga el llamado ‘pluralismo moral’, vigente en la actualidad, pero carente de respaldo unánime.

El conflicto de conciencia del que he hablado gira alrededor del valor ético que pueda concedérsele al ser humano que inicia su formación: ¿Es este una vida humana? ¿Debe asignársele un estatus moral según la etapa de su desarrollo?

FERNANDO SÁNCHEZ TORRES

Miembro honorario y ex presidente, Academia Nacuinal de Medicina

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