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Hablo desde la celda que al final del siglo XVII, bajo el régimen de la Inquisición, compartieron Genoveva Alcocer y la bruja de Tolú. Ellas estuvieron presas por el delito de quiromancia; yo lo estoy por el de indolencia. Ya soy una anciana, tengo canas por doquier, pero mi memoria está viva.

Debo comenzar por el principio, hace cincuenta años, cuando yo daba tumbos, desconcertada, alrededor de mi fracaso matrimonial. Mis errores de aquella época, que me hubieran podido hacer mucho daño, no me rozaron siquiera, mientras a él lo devastaron. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que él me amaba desde antes, desde mucho antes de su matrimonio y el mío. Ahora estoy segura de que si no fuimos novios no se debió a su exclusiva responsabilidad. Digamos que algo tuvo que ver su intemperancia juvenil y el hecho de que él no fuera el hombre que me impactara desde siempre. Federico era huérfano, como yo. Ambos habíamos sido criados por nuestros abuelos. En aquel entonces me casé sin amor, igual que él, pero la vida se encargó de ponernos luego frente a frente.

Comenzamos, pues, una relación que nos fue llenando de amor y de grandes satisfacciones íntimas. Es difícil concebir una vida privada más gratificante que la nuestra. En eso influyó mi confianza en él y su deseo de hacerme sentir mujer, muy mujer, en sus brazos. Al tiempo que nos amábamos en cualquier lugar, en cualquier rincón, a toda hora, se estrechaban nuestros lazos afectivos, y así pudimos establecer una comunicación profunda en todos los ámbitos de nuestras vidas. No niego que muchas veces él sintiera celos y que le atormentara pensar en mi pasado, pero se propuso martirizarme lo menos posible, hasta que logró superar sus propios miedos, y sus fantasmas se disiparon definitivamente. Si me exigía prudencia y me pedía que no me prodigara, lo interpreté como rezagos de aquellos atávicos temores.

Desde un principio nuestra unión fue considerada como algo fatal. Era como una predestinación, como un sino que felizmente se manifestaba de nuestro lado. Salvo las envidias ocasionales, la mayoría de la gente, en silencio o con alusiones respetuosas, entendió la situación. A él nada le reprocharon. A mí, por andar entre mujeres, me tocaba escuchar veladas o abiertas ironías, muy propias del carácter femenino, que me llevaban desazón y me indujeron a sentir culpa.

Nuestros hijos iban creciendo y nuestros abuelos iban enfermando. Cuando mi abuelo me advirtió que Federico lo que quería era colgarse una medalla conmigo, al tiempo me tildó de canalla. Nunca le di importancia a esas apreciaciones, porque entendí que eran producto de la impulsividad. Poco después Federico escribió Suicidio en Estambul, una novela en la que daba cuenta de mis tendencias centrífugas y fantaseaba sobre mi inclinación sistemática a la autodestrucción. Más tarde, durante una discusión que tuvimos, afirmó que yo sería capaz de hundir un barco en alta mar.

Aunque siempre tuve la propensión a sentirme menoscabada, en los últimos años a su lado, en consonancia con los cambios orgánicos y psíquicos que apareja la edad, los sentimientos de minusvalía me acompañaron con más fuerza. Ya no era sólo el deseo recurrente de prescindir de él como una forma de escapar a sus garras de hipogrifo, algo que lo hacía sufrir hasta el delirio, sino que me creí incapaz de complacerlo, una aprensión que los hechos se encargaron de refutar cada vez que él me cautivaba.

Mientras todo aquello ocurría, mis hijos se fueron al exterior, aprendieron idiomas e hicieron maestrías en universidades de prestigio. Yo, sin embargo, cada vez veía con más nitidez frente a mí un túnel oscuro, el de un dolor vago e indefinible que se me fue metiendo en el alma porque de noche, especialmente de noche, me torturaba la idea de compartir a Federico. Vivía atormentada por mi propia conciencia. Me torturaban la insidia y el comentario artero de mis amigas, viejas como yo, que me hacían daño al decirme que Federico nunca me había valorado.

Hoy, cincuenta años después, escribo estos recuerdos porque fui yo quien decidió en últimas abandonarlo. Yo aspiraba a que se viniera conmigo, pero había momentos de mi vida en que un extraño deseo de venganza se apoderaba de mi voluntad. A mí no me dolía hacerle daño. Yo soy indolente, y por eso estoy en este calabozo. A Federico no le perdoné que no hubiera sido capaz de renunciar a todo por mi amor. Debo tener algo de psicópata, porque lo que cometí fue una vindicta por una circunstancia que consideraba lesiva para mí, para mi orgullo, que vale más que cualquier poema. Pobre de él. Siempre creyó más en lo intangible que en el rostro crudo de la realidad. De nada le sirvió amarme tanto. Su cita predilecta era de lord Byron: “El que ama demasiado tiene por castigo amar toda la vida”. En esto parecía un iluso: nunca entendió que el amor, como cualquier cosa, se acaba.

Muchas veces Federico me pidió que reflexionara y contextualizara nuestras vidas. ¿Qué será eso?, me preguntaba yo con ironía. Alguna vez me dijo que tarde o temprano estaría a mi lado para siempre. Pero yo no pude esperar más. Tuve que usar el chantaje afectivo, el arma más poderosa que poseemos las mujeres para doblegar la voluntad y las frágiles pasiones de los hombres. No me importó que la coacción me disminuyera moralmente. O se sometía o lo dejaba. Poco me importaba que esto se pareciera al acto de cavar una tumba o de construir un nicho para los gusanos. La obcecación es así, despiadada. Y el muy gaznápiro, que creía conocer a nuestro género, me mandaba cuartillas inocuas para dulcificar mi animadversión por su  sentimentalismo anodino y desprovisto de vigor en un mundo donde lo que cuenta es la riqueza, el poder, el halago y el aplauso. Vean si no, en este papel mustio por el tiempo, las lindezas con las que me despidió la última vez que le permití que me hablara:

“Mi ánimo está hecho trizas. Te he dedicado meditaciones sobre la naturaleza del amor, sobre los riesgos de vender el alma y sobre tu inclinación a no reconocerte como una mujer por encima del común; te escribí una carta que es un panegírico a la sinceridad y a la buena índole, y te he tratado de hacer ver la gravedad de lo que estás haciendo. Estás obstinada, una vez más, y eso me hizo recordar aquel texto (La falsa dignidad) en el que te abordo desde el punto de vista de tus dramáticos momentos de descreimiento y desconfianza. Me duele y me entristece verte blandiendo con encono el arma innoble del chantaje. Eso no nos queda bien: ni a ti hacerlo ni a mí aceptarlo. Ponte a cavilar por un minuto en el escenario al que llegaríamos procediendo de manera egoísta y arrogante, buscando nuestra dicha por encima de la más elemental cordura, contra la bondad y la inocencia de los demás. No olvides que en tus juicios de hoy influyen realidades biológicas que son inevitables y que yo he comprendido cabalmente. No olvides que en el mundillo  social en el que ahora te mueves no hay nada de importancia para ti, y que eso es lo más parecido que existe al humo, por su negrura y volatilidad. Pero si concluyes que el camino es el que señala tu postura inamovible y ciega, nos tocará asumir las consecuencias devastadoras (familiares, sociales, económicas) que todo ello nos acarreará y, ahí sí, nuestro destino habrá de cambiar en forma radical para siempre. Estas cosas no se hacen para que todo siga igual. Piensa en lo que estás dispuesta a sacrificar. Piensa en lo que nos debemos el uno al otro al haber compartido durante medio siglo nuestra intimidad. Ahora bien, si de lo que se trata es de un pretexto para expulsarme de tus afectos porque durante cincuenta años no fui capaz de sembrar en ellos nada perdurable, entenderé que mi tiempo contigo ha terminado. Tú has sido todo para mí. Repasa estos diez lustros, mírate al espejo y dime si ése, derivado del amor, no es nuestro único patrimonio, el único que vale la pena. Busca con paciencia en la parte buena de tu ser, y ahí encontrarás la luz que ahora necesitas más que nunca para alumbrar el camino de lo que nos resta de vida”.

Tarde supe que él no tenía otra, que yo nunca fui la otra. Mis amigas, frustradas en su soledad, me hicieron ver lo contrario. Y yo me dejé llevar por un rencor sin causa, por la maledicencia y la paranoia, y por eso estoy condenada dentro de mí misma, a merced de los recuerdos de mis desatinadas presunciones. Este cuarto sombrío en el que ahora me hallo, rodeada de insectos y de arrepentimientos crepusculares que no me dejan dormir, no tiene más honor e historia que haber sido el lugar donde el espíritu de Genoveva Alcocer le contó a Germán Espinosa las peripecias de sus amoríos con Voltaire, un libertino narigón y lúcido que lo único que supo, durante el Siglo de las Luces, fue pensar y hacer el amor.

Dr.  Álvaro Bustos González, Decano, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, Montería, Presidente del Capítulo Córdoba, ANM

 

 

 

 

 

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