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Participantes del  “Tuskegee Syphilis Study”. (Crédito: National Archives USA)

 

Por Álvaro Bustos González*

En el año de 1.932, el Servicio Público de Salud de los Estados Unidos diseñó un proyecto para estudiar la evolución natural de la sífilis, que era una enfermedad epidémica en Tuskegee, Alabama. A los infectados, negros en estado de penuria, no se les habló nunca de su padecimiento con claridad; simplemente se les dijo que tenían la “sangre mala” y, para persuadirlos de la bondad del experimento, se les halagó con dinero. A pesar de que en 1.936 ya era evidente que el número de muertos era el doble en los sifilíticos que en el grupo control, y de que unos años después la penicilina ya estaba disponible, ésta no se les aplicó pretextando una posible reacción alérgica. 

Sin tener en cuenta los resultados adversos, el experimento continuó hasta 1.972, cuando un periodista del New York Times, J. Heller, hizo un informe sobre el tema, generando un rechazo unánime de la comunidad, lo que condujo a unas pesquisas por parte de una comisión del senado norteamericano. Los científicos, para ese entonces, ya habían hecho 13 publicaciones sobre los hallazgos del estudio.      

Aun cuando por la época en que comenzó este experimento no estaban vigentes los principios de la bioética, es innegable que los responsables de la investigación omitieron los criterios deontológicos tradicionales, justificándose con el argumento de que sus observaciones estaban orientadas hacia el bien común. No era suficiente con la explicación de que un experimento similar se había realizado en Noruega en 1.841 con pacientes de raza blanca, ni tampoco era válido el propósito de averiguar si la sífilis evoluciona igual en blancos que en negros.  

En un caso como el de Tuskegee, que se dio en un momento en el que no existían reglas para la investigación con seres humanos, no se tuvo en cuenta el marco general de la ética hipocrática, cuyos valores incluyen la solidaridad y la compasión con los enfermos. Desde una perspectiva actual, no es fácil saber si los investigadores del Servicio Público de Salud de los Estados Unidos que aprobaron ese experimento tuvieron algunas sombras en su conciencia. No parecería. Su conducta fue a todas luces disimulada y censurable. Puede haber casos igual de aberrantes, como los perpetrados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero el hecho de que lo de Tuskegee hubiera durado 40 años sin que las asociaciones científicas se hubieran mosqueado, habla muy mal de la actitud silenciosa de quienes estuvieron imbuidos de semejante aventura.

Tuskegee no fue el único caso de experimentación científica indebida con seres humanos en Estados Unidos durante el siglo XX. Por la misma época se desarrolló un estudio sobre hepatitis A que tuvo como substrato a niños con diversas discapacidades: síndrome de Down, parálisis cerebral y diversas formas de retraso mental. Este estudio, al igual que el de Tuskegee, no tuvo en cuenta la situación de indefensión de los pacientes, que por ningún motivo podían hacer uso de su autonomía para aceptar o rechazar el experimento. Estos niños fueron tratados como conejillos de indias, y eso, éticamente, es inadmisible. 

El hecho de que no existiera en aquel entonces un código de ética biomédica o unas normas restrictivas para la investigación en seres humanos no es una razón suficiente para haber procedido, durante ocho lustros, sin el más mínimo respeto por la vulnerable condición de los enfermos. ¿Quién ha dicho que lo que no está prohibido está permitido? 

*Decano, FCS, Universidad del Sinú-EBZ-       

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