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El día de la Academia, a finales de noviembre se designó como académico ejemplar al miembro honorario y expresidente de la corporación, GILBERTO RUEDA PÉREZ. El profesor Rueda es un reconocido cirujano de tórax y experto en tuberculosis, y ha recibido numerosas distinciones y ocupado cargos en diversas sociedades científicas. Cuando se posesionó como miembro honorario, el presidente de la corporación, académico Juan Mendoza Vega pronunció las siguientes palabras:
Agradezco a la honorable Junta Directiva de la Academia la honrosa comisión que una vez más me trae a este podio, para dar en nombre de nuestra ilustre corporación la bienvenida a un colega, que recibe los honores más altos representados en la posición de Académico Honorario. Pero mi gratitud se multiplica porque, de nuevo, se me encarga exaltar la figura y mostrar los méritos de alguien que los tiene de sobra, que por esa razón ha desempeñado todos los cargos directivos y ha ganado en ellos justo renombre, de alguien a quien se puede llamar sin discusión alguna cirujano y maestro: el doctor Gilberto Rueda Pérez. Aunque nació en una tierra de suave topografía y templado clima, la musical Ibagué, las imponentes montañas santandereanas y nariñenses de donde salieron sus ancestros le imprimieron a este vástago de don Plutarco Rueda y doña Bertha Pérez de Rueda una reciedumbre singular, una especie de pétrea estructura –que, por cierto, él trata siempre de suavizar con fluidas cataratas de palabras, bien conocidas de sus amigos y compañeros- en la que se anclan el juicio equilibrado y certero, la decisión tomada con fundamentos sólidos para hacerla inquebrantable, la serenidad para enfrentar cuanto la vida en sus caprichos vaya planteando; todo ello, acompañado por una visión especialmente amplia de los horizontes, desde la alta estatura física y sobre todo ética que lo caracteriza.
Después de terminar satisfactoriamente sus estudios secundarios y recibir a los 17 años de edad el título de Bachiller en el Colegio San Bartolomé “La Merced” de esta capital, entró a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional y entre enero de 1945 y noviembre de 1950 aprobó cada una de las materias del pensum, exigentes todas, como que iban desde la tremenda Anatomía hasta las Clínicas, Quirúrgica, Médica, Psiquiátrica, pasando por la bacteriología, la materia médica con todos los recovecos de las sustancias usadas para elaborar medicamentos, las delicadas sesiones de técnica quirúrgica en perros que se cuidaban con esmero. Cumplido el internado en el Hospital de San Juan de Dios, nuestra inolvidable y nunca bien lamentada “Hortúa”, se graduó como Doctor en Medicina y Cirugía para iniciar con la Clínica de Marly un vínculo que dura ya cincuenta y siete años porque no se ha roto desde 1952, cuando entró a ejercer como residente. Sin embargo él, cirujano de verdadera vocación, sentía la falta de más profundos conocimientos y y mayores habilidades y destrezas. Por eso decidió viajara los Estados Unidos, como empezaba a ser habitual tras la gran tragedia de la Segunda Guerra Mundial, y allí permaneció por cinco años en la ciudad de Chicago, especializándose en enfermedades de las vías respiratorias y cirugía del tórax en los hospitales Ravenswood y Oak Forest.
La formación especializada, aprovechada plenamente, lo llevó en 1957, tan pronto como regresó a Bogotá, al escalón inicial en la carrera docente, como profesor asistente de Tisiología en la Universidad Nacional y jefe del departamento de endoscopia del Hospital de San Juan de Dios, La Hortúa, cargos en los cuales se distinguió hasta 1965 para pasar a profesor asistente de Cirugía desde 1966; dirigió el departamento de Cirugía del Hospital Santa Clara hasta 1975 y en los dos años siguientes pasó a ser Director del famoso Hospital San Carlos; desde 1977 fue designado jefe de Cirugía del Tórax en la Clínica de Marly, donde atendía además creciente clientela en su consultorio particular, como aún lo hace con plena suficiencia científica. Sucesivas jefaturas de servicios el Hospital de Santa Clara culminaron, en 1992, con la designación como Director General de ese reputado centro asistencial por un período de dos años. Decenas de discípulos recibieron sus clases y su ejemplo en las mencionadas instituciones; y éste, confiesa el propio doctor Rueda, es uno de sus timbres de orgullo, porque los mejores de esos alumnos llevaron la cirugía del tórax a toda Colombia y han sido a su vez distinguidos profesores de la especialidad, que lo siguen saludando con el afecto que merece un verdadero maestro. Como era lógico, el joven especialista participó muy pronto en la sociedad científica correspondiente, que se llamaba entonces Sociedad Colombiana de Tisiología, Neumología y Enfermedades del Tòrax, de la cual ha sido tres veces presidente, incluyendo el período de 1966 que le significó el primer contacto con nuestra Academia Nacional de Medicina, porque fue recibido como miembro asociado precisamente por ser presidente de su sociedad científica; el presidente de la Academia era el recordado y respetado profesor Gonzalo Esguerra Gómez, quien sugirió al doctor Rueda presentarse como candidato a a miembro correspondiente, al terminar el período como asociado; así lo hizo y fue recibido en 1967 por el mismo profesor Esguerra. En solo seis años se ganó la postulación como miembro de número, calidad que alcanzó durante la presidencia del doctor Juan Pablo Llinás, en 1973; ese mismo año fue escogido como secretario de las celebraciones del Centenario de la Academia, las que presidió el doctor César Augusto Pantoja; enseguida se lo eligió como secretario en la Junta Directiva que presidió el doctor Santiago Triana Cortés de 1973 a 1975; con el presidente doctor Hernando Groot fue tesorero entre 1981 y 1983, luego vicepresidente del doctor Pablo Gómez Martínez en los dos períodos 1984-1986 y 1986-1988, para alcanzar la presidencia de 1994 a 1996, también con reelección para 1996-1998.
La enumeración que antecede da alguna idea de la importancia del doctor Gilberto Rueda en el seno de la Academia; pero debe recalcarse el fuerte y acertado rumbo que, como hábil timonel, imprimió a la entidad a partir de 1994, llevándola a preocuparse especialmente por las realidades que habían empezado a abrumar a nuestra profesión en el contexto de un pretendido neoliberalismo que trató en hora mala de convertir el cuidado de la salud en un “bien de mercado” que cada ciudadano tenía que adquirir como mejor pudiera y que los médicos al parecer debíamos producir y vender como mercaderes a la fuerza. El presidente Rueda Pérez plantó cara a los panegiristas del nuevo enfoque, promovió con la Academia los primeros estudios del sistema implantado como Ley 100 de 1993, nos explicó a los médicos –empezando por un número no despreciable de académicos que abogaban por mantenerse al margen de esos dolores de todos los días, encerrados en la “torre de marfil”- la trascendencia de mantener la calidad de los servicios brindados a los colombianos enfermos y las medidas de prevención llamadas “de salud pública”, y la urgencia de defender a los profesionales para que no se convirtieran en obreros de blusa blanca mal pagados y peor mirados. No pocos dolores de cabeza le costaron al académico Rueda Pérez esas valerosas posiciones; pero hoy le podemos repetir que tenía razón, que su rumbo era el adecuado y que si algo se va salvando en la crisis reiterada del sistema de salud en Colombia, es entre otras cosas por su liderazgo y previsión. Como le podemos decir que tuvo razón cuando se empeñó, por los años sesenta del siglo pasado, en implantar aquí el tratamiento acortado para la tuberculosis, al que se oponían especialistas destacados pero cuyo éxito nadie se atreve ya a poner en duda.
Esa lucha exitosa contra el azote tuberculoso es otro de sus legítimos timbres de orgullo Elecciones como presidente de la Sociedad Bolivariana de Neumología, de la Sociedad Americana de Quimioterapia de la Tuberculosis, como miembro del Comité de Honor de la Tisiología Latinoamericana, Regente del American College of Chest Physicians y varias más; condecoraciones como la Cruz de Esculapio de la Federación Médica Colombiana, la Medalla Cívica al Mérito Asistencial “Jorge Bejarano”, el Escudo de Oro de la Orden de Santa Clara, la Medalla de Honor de la Liga Antituberculosa Colombiana, han subrayado el aprecio que le tienen la sociedad y sus colegas. Tal vez me falta mencionar el papel que tuvo nuestro nuevo académico honorario, al comenzar este Siglo XXI, en el intento por unificar al cuerpo médico colombiano en la Asociación Médica Colombiana; él es uno de los convencidos del beneficio inmenso que nos traería la unión gremial, el esfuerzo mancomunado, la firme dirección con sentido de profesionalidad; por eso aceptó presidir la AMC y poner su influencia y renombre en tan delicada tarea. Aún no estamos maduros, según parece, para conseguir tan deseable actitud por parte de todos los colegas, pero ello no opaca al personaje que sacrificó mucho esfuerzo y muchas horas en ese intento.
Ante la frondosa hoja de vida que acabo de resumir con la brevedad posible, ante los más de doscientos trabajos científicos publicados, los millares de horas de clase y de conferencias dictadas, tiene uno que preguntarse en qué momento y por cual arte de magia logró el doctor Rueda formar la preciosa familia que hoy lo acompaña. Y sí, algo de magia hubo en las circunstancias que, muy temprano, lo llevaron a conocer a esta reina de belleza barranquillera, Gladys Rosanía, a enamorarla y llevarla al altar para un matrimonio cuyo ejemplo dura ya medio siglo. Ella había venido a la altiplanicie sabanera, un poco en plan de niña de sociedad que visita a su hermana, esposa de un distinguido médico, el doctor Guillermo Lara, y a otras amigas; para no estar desocupada y probar la novedad de ser “trabajadora”, aceptó una posición en una poderosa empresa petrolera; fue presentada al joven cirujano Rueda cuando aceptó la invitación de su excelente amiga Blanca Osorio para ir al antiguo aeropuerto de Techo a recibir a otro brillante joven profesional que retornaba de los Estados Unidos, el doctor José Félix Patiño; Rueda quedó prendado de ella, le planteó noviazgo al uso de la época y se casaron el 22 de Diciembre de 1960; dos niñas, Eleonora y Carolina, les dieron la alegría de la paternidad y con Sebastián, el hijo de Eleonora, forman el ramillete de joyas de este hogar. Quería usted, respetado académico y muy apreciado amigo, que yo dijera hoy por qué no debería estar usted recibiendo este homenaje: la tarea es fácil. Si usted no hubiera realizado todo lo que dejo mencionado a grandes rasgos y lo mucho que abrevié en aras del lapso que me concedió la presidencia, usted no habría llegado con los votos abundantes de sus colegas a la honrosa silla de académico honorario. Porque sí lo merece, mi voz es la de la Academia y la del cuerpo médico colombiano, para aplaudirlo y decirle ¡¡Bienvenido!!