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Imagen. Mural Tierra, Mar y Aire de Alejandro Obregón

Llevaba ya varios días trabajando en aquella ciudad que cien años atrás era un pequeño pueblo conocido apenas por algunos. Las jornadas habían sido extenuantes, pero ya era mi última noche, después de dejar el maletín en la habitación subí rápidamente a uno de los varios restaurantes que tenía el hotel, no me gustaba asistir al principal, porque el murmullo de tanta gente que lo frecuentaba lograba irritarme en momentos en que realmente quería descansar.

De unos gráciles dedos, parecían materializarse las hermosas notas de la ópera “Falstaff” de Verdi, sonidos que se mezclaban con los sabores de la deliciosa cena, la hermosa vista de la ciudad de noche, y el olor que provenía de la silueta de la joven pianista, que se confundía con el antiguo piano Charles Walters de media cola que tan grácilmente ella interpretaba. Todo un tributo a los sentidos.

Al volver a la habitación y antes de acostarme, tomé un delicioso baño de agua tibia, costumbre adquirida de mi padre muchos años atrás. Unas horas más tarde, pasada la media noche, y sin poder dormir, vi como las luces de la ciudad fueron opacadas por una gran nube negra que abarcó los cuatro puntos cardinales, la metrópoli que habitualmente no dormía, de pronto se vio invadida por un silencio más denso y pesado que la misma nube, un intenso rayo difuminó la luz artificial, y el trueno que le siguió despertó incluso a los peces del mar. Poco después, adormecido por el calor de la ciudad o por la fiebre que probablemente tuve, me fui quedando dormido.

-Carlos, levántese mijo que se hace tarde- Dijo una cansada voz desde el otro extremo de aquella extraña habitación -¿Finalmente va a trabajar o se va pa`la marcha?-.

-Madre, hoy es uno de los días más importantes, sabes que no he hecho más que trabajar mientras han dejado, pero hoy saldremos todos a ver si esto para de una vez- me vi sorprendido respondiendo y mirando los ojos color miel de aquella mujer a quien había llamado madre. No entendía por qué estaba allí, pero, aunque desconocía aquel lugar, una fuerza me impulsó a levantarme y comenzar el día, apenas estaba aclarando.

Al dejar la casa y a aquella dulce mujer, con quien había desayunado una rica aguapanela con unas gotas de leche, pan rollo y un trozo de queso, me sentí agradecido con la vida, pensando que muchos no desayunarían aquel día, y que en mi morral llevaba un recipiente con arroz, habichuela y una salchicha, además de la botella plástica con el jugo de mora que me había empacado. Mientras me alejaba, mi madre me despedía a lo lejos con tres cruces al viento.

Con tantos daños que habían ocurrido, tuve que caminar más de media hora, hasta llegar a la estación de Santa Lucía, donde después de esperar por más de quince minutos, tomé la ruta B75 que me llevó hasta la avenida Jiménez. Durante el recorrido, pude ver calles con contenedores de basura todavía humeantes, locales con vidrios rotos, estaciones completamente destruidas y desvalijadas, y a lo lejos hacia el noroccidente algunas columnas de humo. Al bajar, atravesé el túnel y salí por la estación de San Victorino, caminé lentamente mientras el sol que ya había salido por detrás de las montañas, iluminaba las alas de la gigante mariposa elaborada por Edgar Negret ya hacía más de 20 años. Me detuve en una cafetería al lado de una librería cerrada, y decidí quemar tiempo, mirando las noticias que a esa hora pasaban en uno de los canales de televisión.

Fenalco informaba la pérdida de más un billón de pesos debido al paro, Fenavi el represamiento de más de veinte mil toneladas de carne de pollo y ciento cincuenta millones de huevos. Además, se informaban grandes pérdidas en el sector piscicultor, bovino y porcino. La sociedad de agricultores, Asoleche, Fedegan, Fedepanela, Asocolflores, Fendipetróleo y muchas otras entidades manifestaban su preocupación y afectación por el paro y los bloqueos de las carreteras.

Los sistemas de transporte de las grandes ciudades habían sido atacados, y muchos de sus buses y estaciones dañadas y quemadas. En Cali, el MIO informaba pérdidas por más de cincuenta mil millones de pesos, en Bogotá Transmilenio tenía daños por más de diez mil millones, el metro de Medellín también se había visto afectado. A nivel nacional se habían quemado más de 20 peajes y otro tanto habían sido vandalizados.

En muchas ciudades grandes y pequeñas se había afectado la infraestructura del comercio y saqueado desde almacenes de cadena hasta pequeñas tiendas. Entidades públicas, bancarias, vehículos y viviendas habían sido atacadas. El país estaba destruido en lo físico, y qué decir de lo moral, lo más sagrado había perdido su valor. Después de cerca de tres semanas del paro nacional que había iniciado el 28 de abril, el reporte de desaparecidos pasaba de cien, y más de cincuenta personas habían muerto, entre ellos los niños Marcelo Agredo Inchima, Jeison García, y el joven Nicolás Guerrero, todos ellos en Cali, en Madrid el joven Elvis Vivas y en Soacha el capitán de la policía Jesús Alberto Solano, los dos en Cundinamarca. En ese momento más que nunca, entendí a tantos conocidos que preferían no ver las noticias. Cuando yo lo hacía, aún algo de mi ser se aterraba con lo que veía, no sabía si debía catalogarme como un valiente o como un masoquista.

La sociedad civil cansada de la situación se había empezado a manifestar, y las personas vestidas con camisetas blancas, trabajaban desbloqueando vías, protegiendo hospitales y clínicas, ayudando en el transporte de enfermos y de oxígeno, otros se esforzaban por llegar a sus sitios de trabajo a pesar de las dificultades en el desplazamiento. En los barrios, los vecinos compartían lo poco o “mucho” que tenían, pequeños empresarios y algunos grandes, habían facilitado insumos a los menos favorecidos, y se empezaba a respirar de nuevo un aire de solidaridad y apoyo a la institucionalidad.

-Entre y se toma un tinto- me dijo el señor de la tienda y con una sonora carcajada agregó –no haga más curso de paleta, necesita llegar calientico a la plaza- volví a la realidad y pensé en la Plaza de Bolívar, en donde debía encontrarme más tarde con Gerardo.

Después del tinto y de oír otras noticias, caminé por la carrera décima y decidí subir por la calle 12, atravesé el túnel peatonal, en uno de los pocos locales abiertos vi el juguete de una balsa inflable con sus remos y recordé mi viaje a San Gil. Esmeralda, la guía de canotaje nos explicaba con su acento golpeado -En este trayecto, el río Fonce tiene rápidos clase II y III, el que sean peligrosos o no, depende de ustedes, es claro que no todos pueden ir al mismo lado ni pensar de la misma manera, pero tienen que actuar como un equipo, si alguno de los tres que se van a hacer a la izquierda deja de remar, la balsa perderá el control, si alguno de los de la derecha no lleva el ritmo, o no mantiene el equilibrio, se pueden voltear. Deben mantener el pie contrario al de la orilla anclado y firme dentro de la balsa, para eso son las reatas en el suelo. Si trabajan como equipo, sin piensan en el bienestar de todos, disfrutaran este viaje, y todos regresaremos sanos y salvos- también nos explicó cómo ayudar a cualquier compañero que cayera al agua y cómo comportarnos en caso de caer -y no olviden seguir mis instrucciones- dijo antes de abordar la balsa.

Al salir del túnel, frente a la iglesia de San Juan de Dios, estaba un anciano de apariencia pobre, que al verme salir dejó de consentir a su perro y con voz lastimosa me pidió una monedita para comprar algo de comer -no sería malo ayunar un poco- pensé jocosamente, saqué de mi morral la vasija y se la entregué, rozando sin querer sus ásperas manos. Unos pasos más adelante, al darme vuelta, pude ver como el perro meneaba alegremente su cola después de comerse media salchicha.

Ingresé a la plaza por la esquina norte de la alcaldía, una cadena humana de madres separaba de la muchedumbre a los policías y soldados que apuntaban sus armas hacia el suelo. Un grupo de monjas comentaban la difícil situación del país y las oí preguntarse ¿cómo más de veintiún millones de personas podían subsistir con menos de $332.000 mensuales? cifra que define la línea de pobreza en Colombia. De este grupo, más de siete millones viven en pobreza extrema, es decir con menos de $145.004 al mes, la mayoría de ellos en Bogotá.

La plaza parecía una colmena, un grupo aquí y otro por allá. Varias personas con camiseta y bata blanca comentaban como se había perdido el respeto por el personal de salud, y cuántos de ellos habían muerto por la pandemia. -Mientras me desplazaba al trabajo, tuve que pagar en varios retenes para poder llegar al hospital- dijo una de ellas, hablaban también de sus familiares enfermos en casa –a mi hermano debieron hacerle una traqueostomía-. Otros explicaban los inconvenientes de la reforma proyectada para la salud.

Un indígena trataba de convencer a otros, que la Pachamama acogía a todos, y que también ellos debían aportarle a la tierra siendo respetados, pero también respetando a los demás, como todos debían hacerlo en el mundo.

Al parecer, varios contadores y abogados que hablaban en lenguaje técnico, apoyaban la solicitud del pueblo de reducir el número de 108 senadores y de 172 representantes, reducción que ya había ocurrido el año anterior en Italia, donde se habían eliminado 345 plazas parlamentarias, o como en Francia donde el presidente Macron insistía en la reducción de un 25 % en el número de diputados. -Si tenemos menos parlamentarios, tendrán que trabajar con mayor eficiencia y de forma más rápida, además el pueblo desconfiará un poco menos de los políticos- decía uno de ellos. Otros hablaban de la necesidad de una reforma que debería ser concertada y no impuesta.

-Que hubo pues parce- me dijo Gerardo, quien me vio primero. Me alegré de verlo y antes de poder contestar su saludo me presentó a su acompañante -Ole mano, me llamo Alfonso- y empezamos como todos en la plaza a divagar en tantos temas que tenían que ver con la difícil situación del país. En algún momento fuimos interrumpidos por una niña de quizás ocho años y al parecer su hermanito mayor – Señores, me pueden ayudar con algo y les pongo esta carita feliz- dijo la niña mostrándonos el conocido “sticker”, sin poderme negar, traté de sacar un billete de mi bolsillo, pero cayó al suelo, al agacharme a recogerlo la niña aprovechó y me puso la carita feliz en el brazo izquierdo, casi en el hombro. Con una mirada feliz y transparente la niña se alejó de nosotros y se dirigió a otro grupo.

Entrada la tarde y cuando ya hacía hambre, Alfonso sacó de su maleta tres deliciosos burritos, y me sentí feliz por haber cedido mi almuerzo, ahora tendría uno más rico, pensé que siempre debemos dar de lo que tenemos y compartirlo con los que lo necesitan, sin duda a la vuelta de la esquina la vida nos recompensará. Durante los descansos de los gritos y la algarabía de todos pidiendo salir adelante de esta crítica situación, hablamos del desempleo que había subido del 9,2 % en 2018 a 10,3 en 2019, y de la tasa del 14,2 % para el mes de marzo de este año.

-La tecnificación de la estructura productiva, sin adecuados planes de reempleo, es un factor que incrementa el desempleo- dijo Alfonso con pleno conocimiento del tema, -mano, piense usted que, en 2015, para producir mil millones de pesos en el PIB industrial, se requerían 23,5 puestos de trabajo, y en 2018 sólo 21,9 puesto de trabajo, y eso se ve más en los sectores agrícola, de información y comunicaciones, y comercial, juepuerca mano-.

-Si- intervino Gerardo, amigo mío de la infancia en el barrio, y quien había sido profesor por muchos años en Antioquia. -En 2018, el 22,5 % de los universitarios recién graduados ganaba menos de $1.100.000. De los que terminaron el bachillerato, solo el 8,5 % terminó una carrera profesional y el 3,5 % una especialización. Entre los universitarios, el desempleo fue de más del 10 %- y después de otra ronda de gritos y clamores de paz continuó –el sistema educativo en Colombia y su división entre técnico y académico, no cumple ni una ni otra función, los colegios técnicos industriales, agrícolas, o comerciales, no son una elección, sino la única opción de muchos niños en muchos municipios, y a diferencia de la mayoría de los países de la región donde de verdad si es una elección para los últimos dos años, acá dura todos los seis años del bachillerato, por eso cuando los pelaos terminan, muchos ya ni quieren saber más de esos temas. En décimo y once no preparamos a los muchachos ni para lo uno ni para lo otro, estamos es enfocados en simulacros para que los alumnos alcancen puntajes altos, enalteciendo el nombre de los colegios- y remató diciendo -cuando acá los profesores valgamos más que los políticos, esto será a otro precio-.

Mientras los gritos hacían retumbar el país, sucedió que en Quibdó el río Atrato se desbordó por su margen derecha y llegó hasta la plazoleta frente a la catedral de San Francisco donde la gente estaba reunida, en Barranquilla “la loca” casi tumba a los asistentes en la Plaza de la Paz, en Pasto las cenizas del volcán cubrieron el suelo y los hombros de los manifestantes en la Plaza de Nariño, en Bucaramanga el temblor con epicentro en la Mesa de los Santos puso a trastabillar a todos en la Plazoleta de la Democracia, y así sucedió en cada ciudad y pueblo. En Bogotá, y como ya había ocurrido en Kerala y en Zamora años atrás, comenzó a caer una lluvia roja que impregnó las camisas blancas, la ropa y los cuerpos de todos los asistentes, los corazones empezaron a latir a mil, el ruido de la lluvia y el murmullo de la gente silenciaba la conciencia de algunos que pensaban en algas y esporas provenientes de la Guajira o de Caño Cristales, y de otros que pensaban en una manifestación divina. Las madres tendieron la mano a los policías y soldados, quienes dejaron a un lado sus armas, todos los asistentes se tomaron de la mano, y de la mano de las madres, uniéndose en un solo ser, sintiendo más calor que frío.

De repente, el río volvió a su cauce, cesó el viento y no cayó más ceniza, la tierra dejó de temblar y paró la lluvia, la paz invadió todo el país. Poco a poco, en un hermético silencio y con una muda sonrisa en la cara, cada uno de los manifestantes abandonó el lugar donde estaba y fue regresando a su casa.

No fue de repente, fue después de tantos años, de tantas pérdidas materiales, de tantas lágrimas y de tanta sangre, que los estudiantes entendieron que debían estudiar, los trabajadores aprovechar sus empleos, los empresarios proteger a sus empleados y ser justos con ellos, la mayoría de las personas entendieron que debían compartir y ayudar a los que tenían menos, y aprendieron a elegir buenos gobernantes.

Con la reducción en el número de parlamentarios y la “muerte política” conseguida por las protestas, se acabaron también las injustas pensiones vitalicias de los políticos, y los ladrones de cuello blanco. Con las nuevas leyes, la justicia logró acabar con los elefantes blancos y los corruptos se extinguieron. El ejército se dedicó a cuidar a la patria, la policía se volvió más comunitaria y solo de vez en cuando intervenía para capturar a uno de los muy pocos que no había entendido el mensaje.

Los impuestos pagados proporcionalmente de acuerdo a la riqueza y al trabajo de cada uno, alcanzaron para dar salud a todos por igual, los regímenes subsidiado y contributivo superaron fácilmente la calidad de la medicina prepagada. La educación fue realmente la bandera de muchos, se logró la gratuidad, universalidad y calidad necesaria y ya no fueron pocos sino muchos los colombianos reconocidos a nivel mundial. El vandalismo y la delincuencia perdieron su espacio entre las fábricas, las universidades, los laboratorios y las unidades deportivas. No fue de repente, fue después de muchos años de trabajo y esfuerzo que el cambio llegó.

El tercer pico sobrepasó los seiscientos muertos en un día, y las oleadas llegaron a cinco o seis durante la pandemia que se extendió aún más de un año. Los muertos en Colombia fueron más de ciento cincuenta mil y en todo el mundo rebasó los cinco millones.

Aquel día regresé tarde a casa, y después de un abrazo con mi madre que me llenó más que el caldo de papa, me quedé dormido, del cielo claro caía una suave y arrulladora lluvia.

Los rayos de sol que daban en mi cara me despertaron cuando el reloj marcaba las 08:10, tenía el tiempo justo para bañarme, desayunar y salir hacia el aeropuerto local. El taxista, que condujo rápidamente por las calles húmedas, esquivando uno que otro charco, me ayudó amablemente a sacar el equipaje del baúl e ingresé con algo de afán por la puerta siete, hice el registro correspondiente, pasé marchando por la sala de espera, y después de correr por el pasillo lleno de avisos publicitarios, que se me antojó demasiado largo, fui uno de los últimos en ingresar al avión.

Mientras ponía el maletín en el portaequipaje, golpeé suavemente a un señor que estaba sentado en pasillo con la cabeza gacha y a quien no había visto, me apresuré a presentarle disculpas temiendo haberlo ofendido -no te preocupes, después de esa difícil noche, es una mañana bonita- me dijo con una suave voz, sin levantar la cabeza y quizás ocultando su mirada.

Torpemente pasé a ventanilla y la chaqueta que llevaba previendo el desembarque, cayó encima del señor, y luego al pasillo -pero vas a acabar conmigo- me dijo aquel señor con una sonora carcajada, y al alcanzármela, rocé sus ásperas manos que contrastaban con la mirada feliz y transparente proveniente de sus ojos color miel. De forma impertinente me fijé en una cicatriz de aproximadamente 5 centímetros que tenía atravesada en la parte baja del cuello y que no alcanzaba a cubrir con la túnica que vestía. Dándose cuenta y con un acento que no logré identificar me dijo

-Es de cuando era niño, casi muero hace como 28 años, esta traqueostomía salvó mi vida-.

Luego de despegar, entramos en confianza y le conté mis sueños de la noche anterior, antes de quedarme dormido, me dijo que creía que el amor y la comprensión representaban la mayor riqueza y felicidad del mundo, que todos debíamos ayudar a los necesitados, empezando por nuestras propias familias, y que, aunque nunca lo tendremos todo, la clave es no necesitar nunca más de lo que tenemos.

Cuando la azafata anunció que pronto aterrizaríamos, me desperté tan alegre y tranquilo como hacía mucho tiempo no ocurría, aunque algo inquieto, porque mi compañero de viaje no estaba en su silla. Mientras me dirigía a reclamar el equipaje, miré por todos lados sin poder ubicarlo. Los avisos del aeropuerto me hicieron recordar dos que me llamaron la atención cuándo en la mañana me dirigía por el pasillo para abordar el avión. En uno de ellos, la ciudad invitaba a los turistas a regresar el próximo año para disfrutar de la edición XXXIX de los juegos olímpicos.

Al buscar el tiquete para reclamar el equipaje, me sorprendí por encontrar en mi maletín una vieja foto que ya ni recordaba, en ella mi padre vestía una extraña máscara de la época de la pandemia, pocos meses después había muerto. De repente, y mientras mis ojos se hacían agua, empecé a entender que mis sueños de la noche anterior no eran mis sueños sino las vivencias de mi padre. Como si de repente se hubiera abierto una escotilla, comencé a comprender sus palabras y enseñanzas.

El otro aviso decía: “Querido ciudadano, le deseamos un buen viaje. Apreciado turista, esperamos su pronto regreso, Macondo lo espera de nuevo”. Regresé a mi ciudad, sin saber que, en el bolsillo de mi chaqueta, venía conmigo un desgastado trozo de madera en forma de pez.

Robin Prieto, mayo de 2021.

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Robin G. Prieto es Médico Cirujano de la Universidad Nacional de Colombia, Especialista en Cirugía General y Especialista en Gastroenterología y Endoscopia Digestiva. Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de Medicina

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