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Coral Barbas, Universidad CEU San Pablo y Carolina González Riaño, Universidad CEU San Pablo
“Movimientos temblorosos involuntarios, con disminución de la potencia muscular en la movilidad pasiva y activa y con propensión a encorvar el tronco hacia adelante y pasar de caminar a correr”. Con estas palabras definió James Parkinson en su trabajo An Essay on the shaking palsy (1817) la enfermedad que lleva hoy su nombre.
Más de 200 años después, esta dolencia se ha convertido en la segunda patología neurodegenerativa más frecuente después del alzhéimer y en uno de los trastornos del movimiento más comunes entre la población. No es extraño tener cerca a alguien que conviva con ella.
A nivel mundial, esta devastadora enfermedad afecta a más de 8,5 millones de personas; tan solo en España, por ejemplo, hay entre 120 000 y 150 000 afectados, y se diagnostican unos 10 000 nuevos casos cada año. En Chile, que lidera las estadísticas latinoamericanas, afecta a una de cada cien personas mayores de 60 años. Y las expectativas no son buenas, debido al envejecimiento global de la población.
Al ser una enfermedad neurodegenerativa, el paciente tendrá que sufrirla el resto de su vida. Por eso es tan importante realizar un diagnóstico precoz, pero no siempre resulta fácil.
El reto de detectarlo antes de que sea demasiado tarde
El párkinson aparece por una degeneración progresiva de las neuronas que producen dopamina –neurotransmisor vinculado al control de los movimientos y el tono muscular– en una zona del cerebro conocida como ganglios basales.
Actualmente, y a pesar de haber sido objeto de numerosas investigaciones, apenas se comprenden los mecanismos moleculares que hay detrás de su desarrollo y progresión. Por ello, no existe un examen específico para detectar esta enfermedad. Además, los tratamientos farmacológicos de los que disponemos actúan exclusivamente sobre los síntomas y no ayudan a bloquear su avance o revertir su aparición.
En cuanto a su diagnóstico, se establece principalmente en función de la presencia de síntomas motores: los temblores o las alteraciones de postura y equilibrio que ya identificó James Parkinson. Pero cuando estos aparecen, ya es demasiado tarde: en ese momento el paciente ya ha perdido más del 80 % de las neuronas dopaminérgicas. Todos estos factores juegan en contra de la prevención o el tratamiento de la dolencia.
Identificar uno o varios biomarcadores que permitieran detectar precozmente la enfermedad mediante una prueba sencilla cambiaría de forma drástica las reglas del juego. En esa fase temprana, los daños neuronales podrían no haber aparecido aún o no estarían tan avanzados, con lo que sería posible desarrollar nuevas terapias para intentar, al menos, frenar su progresión.
La metabolómica al rescate
Aquí es donde podría ayudarnos la metabolómica. Esta ciencia ómica, como sus compañeras genómica y proteómica, puede complementar la búsqueda de biomarcadores clásicos. En este caso, para indicar la aparición o el avance del daño neuronal.
Los estudios de metabolómica consisten en analizar masivamente todos los metabolitos –sustancias generadas durante el metabolismo– presentes en una muestra biológica, que conforman el denominado metaboloma.
Debido a la amplia variedad de propiedades físicas y químicas que exhiben los metabolitos, no existe una técnica analítica para caracterizar el metaboloma al completo. Sin embargo, gracias a los continuos avances en espectrometría de masas y a una estrategia basada en distintas tecnologías, podemos conseguir una panorámica de la huella metabólica de un sistema biológico, lo que puede arrojar luz sobre la fisiopatología de una enfermedad.
Una fructífera colaboración
Nuestro estudio, publicado en la revista Nature, abre precisamente la esperanza a desenmascarar la firma del párkinson cuando todavía se pueden controlar sus estragos.
En primer lugar, expertos del Instituto de Investigación Sanitaria Biodonostia, en San Sebastián (España), hicieron un seguimiento de quince años a un grupo de pacientes cuyas muestras estaban almacenadas en un biobanco.
Después, la estrecha colaboración entre el citado instituto y el Centro de Metabolómica y Bioanálisis de la Universidad San Pablo CEU (CEMBIO) permitió realizar un exhaustivo examen metabolómico de esos plasmas. 39 de ellos correspondían a personas que habían desarrollado párkinson y otros 39 a individuos que continuaron sanos esos quince años.
Cuando comparamos los perfiles metabólicos de los dos grupos vimos que aparecían señales que permitían clasificarlos perfectamente. Especialmente, observamos una marcada reducción en los niveles de varios ácidos grasos libres que se produjo mucho antes de la aparición de los primeros signos de la enfermedad.
Con los resultados en la mano, nos pusimos a buscar el significado o la explicación biológica que había detrás de ese descenso tan significativo. Nuestra sorpresa fue que un estudio de enero de 2021, realizado en un amplio número de individuos recién diagnosticados de párkinson, ya había revelado una serie de cambios metabólicos coincidentes con los nuestros. Y entre ellos, la acusada reducción de los ácidos grasos libres.
Esto es todo un hito porque significa que aquellos cambios metabólicos que se detectan en enfermos de párkinson comienzan varios años antes de que los síntomas aparezcan, lo que permitiría adelantar el diagnóstico de la enfermedad. A su vez, entendiendo el mecanismo que hay detrás del desarrollo de esas alteraciones se podrían desarrollar nuevos fármacos para frenar su avance.
Coral Barbas, Directora del Centro de Metabolómica y Bioanálisis (CEMBIO), Universidad CEU San Pablo y Carolina González Riaño, Profesora, Facultad de Farmacia / Investigadora, Centro de Metabolómica y Bioanálisis (CEMBIO), Universidad CEU San Pablo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.