Visitas: 25
Por Álvaro Bustos González*
De García Márquez supimos muchas cosas en vida; de Mercedes también. A pesar de la discreción que ambos tuvieron con sus andares privados y de la timidez pública del laureado escritor, hubo filtros inevitables que permitieron fisgonear con admiración el esplendor de sus años de gloria. Con el libro que Rodrigo, el hijo mayor del matrimonio, acaba de despedirlos por última vez, que está cargado de humanidad, fotos desconocidas y amor filial, culminamos aquella labor de aguaiteo que, ante la proximidad de la muerte de sus padres, el primogénito nos concedió con un lenguaje terso y conmovedor, a la luz de sus nostálgicas meditaciones.
Lejos habían quedado los tiempos en que García Márquez, con sus camisas de colorines y sus desórdenes bohemios, había sido considerado un caso perdido. Algo había escrito Cervantes para él: “Hay gente que quiere que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos”. Pero llegaron sus novelas, sus imágenes míticas y verosímiles, el aroma de su lenguaje perspicaz y paradójico, sus hipérboles socarronas o risueñas, y se produjo un cataclismo en las letras universales. El secreto estuvo, una vez más, en saber mirar la realidad con ojos de lince para darle, con la música de las palabras, un sentido estético y cultural a lo que, sin esa precisión de relojero, se hubiera extraviado en las tremolinas de las anécdotas y el folclorismo callejero.
Refiere Rodrigo que su padre, encerrado en su estudio, escribía como un poseso. Sus ojos, nublados por las volutas del humo del cigarrillo, parecían perderse en un falansterio de recuerdos fugitivos, con los párpados a media asta. Nada se obtenía con interrumpirlo en ese momento: él estaba en otro mundo, el de sus fabulaciones cámbricas, donde no cabían
sino el artista y los dioses de su creatividad fulgurante.
No importó que García Márquez hubiera perdido la visión central de su ojo izquierdo al presenciar, cuando niño, un eclipse de sol al lado de su abuelo; haber padecido de cáncer linfático y pulmonar no influyó para nada en su devenir histórico; tampoco su desdén por el conocimiento intelectual atenuó el impacto de su obra. Su final, avisado por la demencia insidiosa que fue desvaneciendo lentamente su cerebro tal la peste del olvido en Cien años de soledad, y el pájaro que aquel jueves santo de su muerte, como ocurrió con Úrsula Iguarán, se estrelló contra su ventana cayendo muerto sobre su sillón de estar, dejan una estela de enigmas sobre su existencia magistral.
*Decano FCS, Unisinú -EBZ-.