Visitas: 60
Por Luis María Murillo Sarmiento. Miembro correspondiente Academia Nacional de Medicina.
Los treinta años de la promulgación de la Constitución de 1991 exalta los recuerdos de quienes vivimos la hechura de la nueva Carta: ver la confección de una Constitución no es favor que conceda a todas las generaciones el destino.
¡Cuántos testigos del suceso han muerto desde entonces! ¡Cuántos colombianos han visto la luz bajo la nueva norma! Aquéllos se llevaron el recuerdo de un suceso captado con sus propios ojos, éstos tendrán el conocimiento de lo que nosotros, subjetivos o imparciales, les contemos.
Con todo el aprecio que le profesemos, y a pesar del convencimiento de muchos a quienes les parece que Norma de Normas semejante jamás en Colombia había existido, el tiempo probablemente la tome como una más, como una que recogió de las pasadas sus aciertos, y que un día fue por fin sustituida. Ese es el acontecer inevitable de la Historia.
Que por fin se permitió el pluralismo político y la democracia participativa, se garantizó la libertad religiosa, fueron tenidas en cuenta las minorías, se reconoció a la mujer, se contemplaron los derechos fundamentales, se tuvo en cuenta lo social y se garantizaron las libertades individuales. Con estas y afirmaciones semejantes se argumenta que el mundo cambió, que otro sol nos ilumina y otro destino nos aguarda, porque el 4 de julio de 1991, fecha de su promulgación, nació una nueva patria. Que la nueva carta lo contempla, es cierto; que jamás hubiera existido, no es correcto.
Advierto que la mayor parte de cuanto consagra, Constituciones más antiguas de Colombia también lo consagraban. Con mi aseveración la percepción de su virtud no cambia, pero sí la integridad con que debe presentarse nuestra historia patria.
La evolución de nuestra constitucionalidad muestra una fuerza vital que transforma nuestras Cartas. No han sido estáticas nuestras Constituciones y siempre algún legado han dejado a las que las subrogaron.
Por ello la de 1991 conjuga lo nuevo con lo añejo: aunque se redactó en estilo fresco, mantuvo trascripciones viejas; creó y modificó, pero mantuvo la mayoría de las instituciones; especificó nuevos derechos, pero salvaguardó los hasta entonces conquistados; refrendó principios y enfatizó otros nuevos. Más que crear, reorganizó y actualizó las normas.
Centralista, católica, empeñada en la unidad nacional en un país sometido a sucesivas guerras fue la Constitución de 1886. Pero idéntica a la de su nacimiento no se mantuvo. En noviembre de 1894 comenzaron sus reformas. Sesenta y siete tuvo hasta la última, en 1986, la que consagró las consultas populares y la elección de alcaldes por el voto directo de los ciudadanos. Y hasta reformas hubo a lo modificado, porque enmiendas sufrieron las enmiendas. Bástenos como demostración la substitución de la reforma de 1921 por la enmienda de 1932, abolida a su vez por la reforma de 1936, que también derogó parte de la reforma de 1910. Sobrada razón tenga, entonces, al afirmar que nuestras Constituciones son colchas de retazos. Treinta y ocho reformas ya tiene la del 91.
La Constitución de 1886, en consecuencia, no era al momento de su substitución la promulgada en el siglo XIX. Tenía ya un aire liberal, un ropaje social y una apariencia popular en virtud de sus reformas. La fecha de expedición no devela la actualidad de una Constitución, solo alude a la fecha de su nacimiento.
La reforma de 1936 ya había introducido la gratuidad de la enseñanza primaria, consagrando la protección de los derechos de los trabajadores -el de huelga entre ellos- y erigido el trabajo como obligación social. Estableció la función social de la propiedad privada y la asistencia pública como función del Estado. Ochenta y cinco años después muchos colombianos piensan que fue un logro de la Constitución expedida en 1991.
La Constitución de 1886 no prohibía la libertad de cultos, tanto que multitud de iglesias antecedieron en Colombia a la Constitución de 1991. La Iglesia Bautista, por ejemplo, asentó en San Andrés en 1845 -cuando ni siquiera había sido expedida la de Nuñez-, y muchas iglesias protestantes se radicaron en Cali, Cúcuta y la Costa Atlántica en las primeras décadas del siglo XX. La Carta de 1991 al declarar la igualdad de las confesiones apuntaló la extinción de privilegios a la Iglesia Católica.
A la elección popular apenas aportó la nueva Constitución la de los gobernadores, las demás ya se habían establecido. En materia de pluralismo político es necesario señalar que partidos diferentes al liberal y al conservador existieron antes de la Constitución del 91. Uno de ellos, la Anapo, por poco se hace al poder en 1970 con Gustavo Rojas Pinilla. Y el Partido Comunista Colombiano, existente desde 1930, tuvo candidato presidencial en muchas elecciones. Eutiquio Timoté enfrentó a Alfonso López Pumarejo en 1934. Hubo además muchos congresistas, diputados y concejales de la Unión Patriótica.
El derecho de petición con idéntica redacción pasó de la antigua (artículo 45) a la nueva Carta (artículo 23). La libertad de conciencia era el artículo 39 de la de 1886, pasó a ser el 18 de la del 91. En 1886 no se les reconocía a las mujeres el derecho al voto ni la calidad de ciudadanas. El acto legislativo de 1936 las habilitó para desempeñar empleos con autoridad anexa. La reforma de agosto de 1954 les otorgó el derecho al sufragio y el primero de diciembre de 1957 se las convocó a votar un plebiscito, que en uno de sus artículos les reconoció los mismos derechos políticos de los varones. En 1955 por primera vez una mujer, Josefina Valencia, fue nombrada gobernadora. Un año después fue también la primera mujer ministra. En 1958 por primera vez en Colombia una mujer, Esmeralda Arboleda, fue elegida senadora. La inclusión de la mujer no fue por tanto un remedio de la nueva Norma. Las minorías no estuvieron ausentes de la reformada Constitución de 1886, la reforma de 1968, por ejemplo, estableció su participación en las mesas directivas de las corporaciones de elección popular.
Innovación de la Constitución de 1991 fue la condena de la desaparición forzada. También restauró viejas instituciones, como la vicepresidencia, y creó nuevas que no fueron un acierto, y desaparecieron, como el Consejo Superior de la Judicatura. Acabó con el Estado de Sitio, pero creó el Estado de Conmoción Interior -una figura siempre necesaria-. Debe reconocérsele la creación de la Fiscalía General, la Contaduría General de la Nación, la Defensoría del Pueblo, la Corte Constitucional, la democracia participativa y la tutela. Gracias a las nuevas normas conocimos los “choques de trenes”, pero también el plebiscito, el referendo, la consulta popular y el derecho al libre desarrollo de la personalidad.
La Constitución de 1991 nació de la esperanza. Aún recuerdo la ilusión en medio de las bombas y el entusiasmo en medio del horror del narcotráfico. Una mancha se anotó la Carta cuando prohibió la extradición de colombianos. Tristemente no cambió la Constitución la esencia del país. Se revocó el Congreso para purificarlo, pero los que lo sucedieron padecieron males peores y mayor vergüenza. El “Proceso 8000” y la “parapolítica” ocurrieron a la vista de la Constitución que nos devolvería el decoro.
Éticamente Colombia está peor que en los aciagos años de los carteles de Medellín y Cali. La corrupción asedia por todos los costados, se avizora la Patria en el abismo. Y es que la sola Constitución no basta mientras no se transformen las costumbres. Está el país frente al mismo hombre de la Constitución pasada y con los mismos males. Mientras no exista determinación moral no habrá norma que cambie nuestra suerte.
______________
* Extracto de un artículo publicado por el autor en su obra Reflexión y Crítica: Murillo-Sarmiento LM.
Reflexión y Critica. 1a ed. Bogotá: Editorial Ave Viajera; 2016. p. 373-84.