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Conferencista invitado, el Dr. Jorge Enrique Luque Suárez, médico de la Universidad Militar Nueva Granada, especialista en neurocirugía con entrenamiento en microcirugía, cirugía estereotáxica, oncológica, pediátrica y vascular en la Universidad Militar Nueva Granada. Coronel de la reserva activa del Ejército Nacional, director médico de la Clínica Nueva.

Hablar de las armas es hablar de dolor. En un inicio, muchos pensaban que las granadas, bombas y artefactos explosivos eran propios de escenarios militares lejanos, pero con tristeza hoy aparecen en medio de la vida civil. Antes se hacía una diferencia entre heridas de guerra y heridas en contextos urbanos, pero la violencia actual ha borrado esas fronteras. 

Los proyectiles modernos ya no son simples balas. Están diseñados para causar el mayor daño posible. Su velocidad, su forma y hasta la manera en que explotan al tocar un hueso convierten un impacto en múltiples trayectorias de destrucción. El cráneo, al fracturarse, se vuelve generador de nuevos proyectiles: fragmentos de hueso que profundizan el daño. 

En los pasillos del Hospital Militar, el Dr. Luque ha presenciado historias que se repiten como un eco interminable. Soldados que llegan aún con vida después de una lesión,  pacientes en condiciones críticas y familias esperando un milagro que rara vez ocurre. Y en cada caso, la certeza amarga de que todos sangran igual, sin importar ideología, uniforme o creencia.

Las ondas expansivas de los proyectiles hacen que las heridas no solo destrocen tejido, sino que arrastren polvo, ropa, cabello, todo lo que encuentren a su paso. La infección es casi un destino seguro. Hubo casos en los que los heridos llegaron con larvas en sus heridas, después de días enteros esperando evacuación en zonas de guerra. La inhumanidad ha llevado incluso a contaminar los proyectiles para causar infecciones en caso de que la bala no sea letal. 

En medio de la tragedia, también hay relatos casi milagrosos. Un soldado sobrevivió a un disparo a quemarropa porque la bala no alcanzó a desarrollar la velocidad suficiente y se detuvo en un cordón de nylon. Otro, herido por una mina, llevaba en su cráneo fragmentos de hueso que resultaron ser las falanges de su propia mano. Hechos que revelan tanto el azar de la vida como la brutalidad de la guerra.

Pero la violencia no se limita a los campos de batalla. En las ciudades, el tráfico ilegal de armas alimenta tragedias cotidianas. Disparos en protestas, en estadios de fútbol, en riñas absurdas. Todo se ha convertido en motivo de conflicto: religión, política, orientación sexual, deporte. Una sociedad que se desangra en cada esquina, que normaliza la intolerancia y convierte la diferencia en motivo de guerra.

El costo es incalculable: cirugías interminables, rehabilitaciones dolorosas, familias devastadas. Y más allá de lo económico, el costo humano de un paciente que tal vez quede discapacitado para siempre. 

La descomposición social que vivimos a nivel global lleva a una reflexión amarga: ¿cómo es posible que el ser humano, dueño de un cerebro capaz de crear y organizar, sea también el único que mata por placer o por maldad? 

La medicina puede intentar reparar lo que la violencia destruye, pero lo urgente es que la sociedad aprenda a contener esa violencia. 

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Resumen sobre el comentario de orden del Dr. Luque en la sesión Heridas por arma de fuego, evolución y pronóstico.

Nota. Victoria Rodríguez G. Comunicaciones Academia Nacional de Medicina

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