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Con la presentacion que lleva este titulo, el Dr. Luis Maria Murillo Sarmiento ingreso a la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina. El  comentario estuvo a cargo del Académico Hugo Sotomayor Tribín,  Presidente de la SCHM. El doctor Murillo es colombiano, nacido en Bogotá, médico y escritor, especialista en ginecología y obstetricia, laparoscopia y colposcopia. Autor de los siguientes libros: “Del amor, de la razón y los sentidos”, “Epistolario periodístico y otros escritos”, “Poemas de amor y ausencia”, “Del oscurantismo al conocimiento de las enfermedades infecciosas”, “Cartas a una amante”, “Seguiré viviendo”, “Intermezzo poético”, “La deshumanización de la salud, consideraciones de un protagonista” y “Este no es mi mundo”

 Hace un tiempo, el doctor Murillo escribio el siguiente articulo sobre su padre Luis Maria Murillo Quinche, iniciador de la entomologia en Colombia. 

Los 23 años que nos separan del primer congreso de la Sociedad Colombiana de Entomología no desvanecen aún de mi memoria el recuerdo del homenaje que conmovido recibió mi padre en aquel evento coincidente con su penúltimo cumpleaños. Y tan fresca como aquella evocación, guardo la memoria del trascendente reconocimiento que nueve años después perpetuó en Tibaitatá su nombre al bautizar con el suyo la Colección Taxonómica Nacional. Demostraciones de aprecio que hoy me traen a conmemorar con ustedes el primer centenario de su nacimiento, a recibir con afecto y en su nombre el cálido homenaje de quienes han guardado con celo su memoria, de quienes han engrandecido una profesión y multiplicado los conocimientos de una disciplina de la que mi padre fuera uno de sus pioneros.

Aprendiz malogrado de la “alquimia”, frustrado con la desaparición de un laboratorio destruido por un un temblor en 1917, Luis María Murillo prosiguió con Otto de Greiff con interés naturalista, en la búsqueda de fósiles por los cerros bogotanos. Claudicó a las excursiones el futuro famoso musicólogo y en Medellín dió inicio al estudio de su profesión en la Escuela Nacional de Minas; Murillo sin hallar un sólo fósil, descubrió a cambio entre el verdor de las montañas la riqueza de una fauna por su tamaño despreciada. Nació allí su vocación por los insectos, y en ausencia de esa disciplina en nuestro medio, se formó a sí mismo. Hizo de la naturaleza su universidad y transformó en ciencia aplicada el producto de sus descubrimientos.

Esas primeras décadas del presente siglo representan para el país el inicio de la entomología. Fueron dos sus grandes abanderados, Francisco Luis Gallego en el campo educativo y Luis Maria Murillo en el de la ciencia aplicada. Su quehacer admirable en medio de las dificultades, marcó la senda que muchos insignes colombianos émulos de su amor por la sabiduría y por el progreso de la patria han construido, asegurando un promisorio futuro a la disciplina que hace tan sólo sesenta años era excéntrica dedicación de empecinados idealistas. Por ello al abordar algunos sucesos históricos de la entomología en Colombia, deseo, aunque no sin el temor de olvidos de quien ha abrazado al ejercicio de otra profesión, rendir como lo haría mi padre, reconocimiento a la memoria de esos quijotes colombianos y extranjeros que sembraron con fructíferos resultados la semilla de la entomología; como Adriano Cabal, Amadeo Lagoeyte, Belisario Losada, Joaquín Santamaría, Vicente Velasco Llanos, Alvaro Verano, Charles H. Ballou, entomólogo norteamericano vinculado en 1929 a la estación experimental de Medellín, Edward Chapin, del Instituto Smithsoniano de Washington y jefe del Museo Nacional de los Estados Unidos, el hermano Apolinar María, fundador de la Sociedad Científica de la Salle, antecesora de la Sociedad Colombiana de Ciencias Naturales, Carlos Marín, Hernando Osorno Mesa y Francisco José Otoya, excelentes investigadores de los institutos de Biología y Ciencias Naturales, Ernesto Osorno Mesa, iniciador de la entomología médica en Colombia, Rene Paul Robat, entomólogo belga al servicio de la Federación Nacional de Cafeteros, y una generación más reciente, que antecede tal vez a la mayoría de los aquí reunidos, entre quienes podría mencionar no sin riesgo de equivocaciones, a Nelson Delgado, Iván Jiménez, Carl Knot, Rafael León García, a Hernán Alcaraz Vieco, presidente fundador de esta Sociedad, a Antonio Beltrán Rincón reconocido por sus aportes al conocimiento de las plagas del arroz y el algodón, a Luis Armando Bermúdez, Alex Bustillo, Lucrecio Lara, Lázaro Posada, Alfredo Saldarriaga y Raúl Vélez, abanderados de la entomología forestal, a Adalberto Figueroa, autor de “La Ruptura de un Equilibrio” y defensor del control biológico de las plagas, a Rafael González Mendoza, investigador de las moscas de la fruta, a Miguel A. Revelo, ganador en 1964 del premio Ángel Escobar y presidente de la Asociación Latinoamericana de Entomología, a Robert F. Ruppel científico de la asistencia técnica de la Fundación Rockefeller, a Isabel Sanabria de Arévalo, importante compiladora del “Catálogo de Insectos de Importancia Económica en Colombia”, a Germán O. Valenzuela, fundador con Hernán Alcaraz, Hugo Calvache, Teodoro Daza, Adalberto Figueroa, Darío Galindo, Benigno Lozano, Jorge Menocal, Alfredo Saldarriaga y Raúl Vélez, entre otros, de la Sociedad Colombiana de Entomología.

¿Y cómo no rendir también tributo a todos los entomólogos que hoy en diferentes campos trabajan en el país con vocación admirable? Hagámoslo, entonces, a través de la distinguida junta directiva de la sociedad que los representa, del doctor Aristóbulo López Avila su presidente, y de los doctores Alfredo Acosta, Judith Sarmiento, Hugo Calvache, Jorge García, Rubén Restrepo, Miguel Benavides, Emilio Luque, Iván Zuluaga, Dora Alba Rodríguez y Raúl Pardo.

De este presente promisorio, permítanme retornar al pasado incierto, y reencontrarme con el bachiller-entomólogo que era mi padre en 1928. Encarnaba entonces una ciencia en el país desconocida, que oficialmente sólo disponía de este entomólogo en cierne, en un Ministerio de Industrias que contaba por todo presupuesto un millón y medio de pesos colombianos, cuando la entomología económica en Estados Unidos contaba con más de seiscientos entomólogos y varios millones de dólares al año. Acababa de nacer el 19 de octubre de 1927 la sección de Sanidad Vegetal bajo la dirección de Luis María Murillo, agrónomo ayudante (porque jamás fue nombrado un jefe) quien con sus propios recursos dotó la incipente sección, dividiéndola en los departamentos de botánica, fitopatología y entomología. Se hizo cargo de este último y dejó en manos del agrónomo Antonio Miranda el de fisiopatología y a cargo del padre Enrique Pérez Arbeláez, cuyo centenario de nacimiento se ha conmemorado en el pasado mes de marzo, el de botánica.

Pero la entomología, término desconocido para la época, era para los pocos que alguna noción tenían del vocablo, una chifladura, cuando no un gravísmo desperdicio del presupuesto nacional. No comprendían que “esos bichos insignificantes podían destruir millones de dólares anuales de la economía”. Hasta el Senado de la República llegó el juicio al jóven entomólogo Murillo, pero sus jueces Carlos Uribe Echeverri y Emilio Robledo le dieron su confianza. “El bachiller entomólogo había sido pesado y hallado justo por la balanza de la democracia” diría en sus memorias el entonces encausado.

Los conocimientos entomológicos de otras latitudes, no aplicables a nuestro medio fueron estímulo decisivo a sus investigaciones. Y en medio de las precarias condiciones de la época recorrió el país entero aun a lomo de mula y por caminos polvorientos y en goletas hasta el archipiélago de San Andrés y Providencia, descubriendo plagas y describiendo sus hábitos, su relación con el ambiente, su distribución geográfica y nuevas fomas para combatirlas, e inició una colección que llegaría a más de 100.000 insectos y que sometida a constantes y lamentables pérdidas, encontró en Tibaitatá morada definitiva.

Temeroso del daño de los ecosistemas por los insecticidas, centró sus investigaciones en la lucha biológica de las plagas. La aplicó con éxito en la erradicación de los insectos nocivos, dejando enseñanzas que hoy constituyen ejemplos clásicos de represión biológica. Anteriores a los suyos, nuestra historia sólo consigna exitosos los experimentos de Federico Lleras Acosta (padre del presidente Lleras Restrepo) y Luis Zea Uribe, en 1913, cuando usando el método del profesor D’Herelle, inyectaron un hongo inocuo para el hombre, traído del Instituto Pasteur, a algunas langostas que pocas horas después presentaron una enfermedad diarreica que las extingió en tanto que sus deyecciones sirvieron para propagar la epidemia entre la plaga.

En la obra de Murillo encuentran los descubridores de la lucha biológica, Erasmo Darwin, Carlos de Geer, Alberto Koebele, René Antonio de Reaumur y Antonio Vallisnieri al primer gran abanderado de ella en nuestro medio. Sus cuatro décadas de servicios al estado, iniciadas en el entonces Ministerio de Industrias, fueron su lucha permanente contra el uso indiscriminado de los insecticidas y en favor de la represión de las plagas por sus predadores naturales, trabajos que le valieron su ingreso como miembro honorario a la Real Sociedad de Entomología de Bélgica y en Colombia el reconocimiento con la Cruz de Boyacá durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo.

Utilizando la avispita Aphelinus Mali, Luis María Murillo controlaría al Eriosoma Lanígerus de los manzanos de Boyacá en 1929, se valdría del Criptolaemus Monstrousieri contra la palomilla del café, reprimiría a la Diatrea Sacharalis, gusano barrenador de la caña, mediante la Trichogramma Minutum, introduciría un hematófago originario de las Filipinas, la Spalangidae, para combatir la Lyperosia, mosca brava hematófaga, azote de los ganados en el Huila; haría objeto del más completo estudio al gusano rosado colombiano del algodón, Sacadodes Pyralis y a la Aphanteles Turbariae, avispa parásita de sus rosadas larvas, medio eficaz de reprimirlo y principal motivo de su obra “Sentido de una Lucha Biológica”, y con Francisco José Otoya, Hernando Osorno y Carlos Marín, entonces sus colaboradores, en 1948 haría lo que calificaría como una espectacular lucha biológica, al erradicar la Icerya Purchasy, plaga de las plantas ornamentales con la Rodolia Cardinalis.

Pero aquellas fascinantes gestas, son hoy quehacer cotidiano de los entomólogos, y no pretendo embebido por el pasado cautivante prolongar estos deshilvanados retazos de historia. Deseo en cambio dedicar las palabras finales, a expresar a esta sociedad, en nombre de toda mi familia, la profunda gratitud con que recibimos este homenaje que devuelve al presente el nombre de mi padre. La dedicación ejemplar y el entusiasmo de sus miembros que transluce de la organización de SOCOLEN y de la pulcritud de sus publicaciones, se convierten en certeza de que en medio del común desamparo de nuestras sociedades científicas por parte del Estado, la entomología se encuentra en las mejores manos y los frutos del mañana no serán menores a los que hoy apreciamos de sus adalides del pasado.

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO (“Epistolario periodístico y otros escritos”)

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