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A finales de 2019 se confirmaron los primeros casos de infección por SARS-CoV-2. Tal y como su nombre indica (SARS viene del inglés Severe Acute Respiratory Syndrome), se trata de un virus que afecta al tracto respiratorio produciendo síntomas característicos como congestión nasal, tos seca o dificultad para respirar. A medida que la pandemia avanzaba, aumentó el número de pacientes con síntomas neurológicos leves como dolores de cabeza, o pérdida de olfato o anosmia. Todos ellos alteraciones comunes a la mayoría de los procesos víricos y fácilmente explicables por la lesión del epitelio olfativo que se produce.
Sin embargo, estudios posteriores de neuroimagen demostraron que en pacientes de covid-19 estos síntomas podrían deberse a lesiones en el bulbo olfativo y regiones adyacentes del sistema nervioso. En los casos más severos, estas molestias aumentan con la gravedad de la infección, pudiendo persistir incluso una vez superada la enfermedad. Es más, un tercio de las personas hospitalizadas por covid-19 presentaron alteraciones más graves como confusión, olvido, problemas para concentrarse o depresión.
Todas estas alteraciones neurológicas parecen indicar que el tejido nervioso estaría más afectado de lo que inicialmente se pensaba. De hecho, un estudio recién publicado en la revista Nature realizado por investigadores de las universidades de Stanford (EE.UU.) y Saarland (Alemania) acaba de demostrar daños significativos en cerebros postmortem de pacientes de covid-19. Estos daños parecen ser similares a los que se observan en enfermos de alzhéimer y párkinson.
Curiosamente, y a pesar de la existencia de daño neurológico, ni sanitarios ni investigadores han conseguido encontrar restos del virus SARS-CoV-2 en el tejido cerebral. No queda claro, por tanto, si el virus es capaz de infectar el cerebro. Pero si el virus no llega al cerebro, ¿cómo es posible que muchos enfermos de covid-19 presenten daño neurológico similar al que encontramos en enfermedades neurodegenerativas? Para intentar entenderlo mejor, compararemos dos historias.
De una supuesta invasión de vikingos…
En la primera historia tenemos una ciudad medieval protegida por una gran muralla que la rodea, hecha de grandes bloques de piedra unidos entre sí. A lo largo de la muralla, los soldados defienden la ciudadela. Es imposible entrar o salir sin permiso. De las murallas cuelgan toldos que se extienden por toda la ciudad, dando sombra a sus habitantes. Los moradores de la ciudad saben que una horda de vikingos está saqueando las ciudades cercanas, escondiéndose en los bosques aledaños. Pero a esta ciudad todavía no han llegado.
Y entonces empieza el misterio. Porque a los vikingos nadie los ha visto dentro de esta ciudad y, sin embargo, la ciudad está siendo destruida.
La muralla está dañada y los soldados preparados para el ataque, pero ni rastro de los vikingos. Lo más inquietante es que también hay daños en el interior de la ciudad. Casas quemadas, edificios caídos, incluso ciudadanos muertos. ¿Cómo es posible que hayan saqueado la ciudad y nadie haya visto al invasor?
… a la impotencia de los astrocitos ante el SARS-CoV-2
Ahora, cambiamos de escenario: el cerebro. Tenemos al sistema nervioso central protegido por una gran barrera que lo rodea, la barrera hematoencefálica, formada por células endoteliales unidas entre sí (al igual que lo estaban los bloques de piedra de la muralla anterior). A lo largo de toda la barrera encontramos otras células llamadas astrocitos, que refuerzan su estructura como si fueran los soldados de la ciudadela. De nuevo, es imposible entrar o salir del sistema nervioso sin ser visto.
Además, los astrocitos de la barrera se unen, a su vez, a otros astrocitos formando así una red muy densa que se extiende por todo el sistema nervioso. Esa red proporciona sostén a las neuronas. Al distribuirse por todo el tejido nervioso (como los toldos por la ciudad) contactan con otras células del cerebro, controlando el correcto funcionamiento del mismo. El encéfalo sabe que una horda del coronavirus SARS-CoV-2, de comportamiento similar a los vikingos, está afectando a otros órganos cercanos. El virus está cerca, pero al cerebro aún no han llegado.
Y entonces empieza el misterio, puesto que empezamos a ver signos de inflamación en una de las barreras del cerebro, el plexo coroideo. Aquí, sus células comienzan a expresar “genes de entrada de coronavirus”, lo que nos indica que han podido estar en contacto con el virus, a pesar de no haberse detectado. También se expresan genes proinflamatorios, destinados a activar los procesos de inflamación cerebral. Es decir, el cerebro se está preparando para su defensa.
Lo más inquietante de esta historia es que también aparecen indicios de inflamación en el interior del encéfalo. Las células nerviosas expresan genes que van a promover la inflamación del tejido nervioso. Incluso las células microgliales, encargadas de defender al cerebro ante una posible infección, se encuentran hiperactivadas. Van a producir, por tanto, factores que acaben con el invasor a la vez que activan el sistema inmune para proteger al cerebro. La inflamación es un proceso normal y necesario para acabar con los patógenos. Una vez terminada la infección, las células gliales se desactivan y la inflamación desaparece.
El problema viene cuando las células gliales permanecen activas todo el tiempo, y la inflamación perdura. Cuando esto ocurre, el tejido nervioso se daña, produciendo la muerte de las neuronas y la aparición de síntomas neurológicos. Esto sucede, por ejemplo, en enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer o el párkinson.
Pero, ¿cómo es posible que algunos fallecidos por covid-19 presenten daños neurológicos y signos de inflamación si no hay evidencias de la presencia del virus en el tejido nervioso? ¿Cómo es posible que la barrera hematoencefálica y el sistema nervioso se estén defendiendo de un virus al que nadie ha visto?
La respuesta inflamatoria general, principal sospechosa
Volvamos a la historia medieval. Una ciudad con indicios de invasión sin que nadie haya visto a los saqueadores. ¿Y si no hiciera falta que los vikingos entraran en la ciudad? Y si algunos de los soldados de la muralla con antorchas se hubieran puesto nerviosos ante la posibilidad de un ataque inminente y se hubieran caído de la muralla. Al caer con la antorcha, y sin quererlo, originarían un incendio, que se transmitiría por toda la ciudad. El hecho de que la ciudad esté cubierta por toldos para el sol hace que el fuego se transmita más fácilmente por todo el interior. Se acabó el misterio. Ya hay una explicación: las personas encargadas de defender la ciudad han reaccionado de manera descontrolada y han provocado involuntariamente la destrucción de parte de la ciudad.
Esta explicación es la que proponen investigadores de la universidad de Stanford y Saarland. Y es que la infección por coronavirus, que afecta fundamentalmente al tracto respiratorio, desencadena una respuesta inflamatoria generalizada en todo el organismo. Esa inflamación termina afectando a la barrera hematoencefálica, que a su vez, y ayudada en gran parte por los astrocitos, termina transmitiendo la inflamación al interior del tejido nervioso, afectando a otras células como la microglía que, en su afán de defender al cerebro, termina dañándolo sin querer.
El resultado final sería inflamación cerebral persistente, que provoca la muerte de las neuronas y deteriora los “circuitos cerebrales”. Estas características de los cerebros de enfermos de covid-19 compartirían similitudes con las halladas en cerebros de personas con alzhéimer y párkinson. Esto es especialmente relevante en neuronas de la corteza cerebral, sobre todo en aquellas regiones implicadas en funciones relacionadas con la memoria, el razonamiento o la toma de decisiones. Muchas de estas alteraciones son las que se producen en la enfermedad de alzhéimer.
La historia de la ciudad medieval es ficción, la del cerebro no. Mientras lee este artículo, cientos de laboratorios de investigación siguen estudiando para resolver el misterio de cómo el coronavirus afecta a nuestro organismo.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de la Unidad de Cultura Científica de la UCM. (Universidad Complutense de Madrid).
José A. Morales García, Profesor e Investigador Científico en Neurociencias, Universidad Complutense de Madrid