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Por Álvaro Bustos González*
En esta columna se ha aludido con porfía a algunos aspectos que involucran la docencia en medicina: nadie puede abarcarlo todo; los especialismos, con sus refinamientos, han esquizofrenizado el acto médico, dejando al paciente en manos de muchos y de nadie, porque en esos casos no prevalece un criterio integrador; la carrera se ha deshumanizado en aras de un cientificismo perturbador y mal entendido; hoy en día se confía más en unos datos de laboratorio que en el sano criterio de expertos que tienen en cuenta, para emitir sus juicios, un lenguaje de probabilidades y no de certezas, porque son conscientes de que esta profesión es el reino de la incertidumbre y que, en todo caso, está de por medio un ser humano que, bajo ninguna circunstancia, puede ser tratado como un objeto.
Si se evaluara la cantidad de exámenes inútiles que se piden sin ton ni son en el ejercicio médico, comprenderíamos mejor el problema. Una cosa es un proyecto de investigación, que requiere un diseño previo y un método riguroso para su ejecución, o el análisis de un caso que, por su excepcionalidad, hay que estudiar a fondo en todas sus variables para publicarlo, y otra el enfermo con su angustia y su fatalismo, entregando su confianza a una buena conciencia, que él presume encarnada en su doctor.
Para contribuir a esclarecer estos dilemas, traigo a cuento unas máximas del doctor David Sackett, pionero de la Medicina Basada en Evidencias, quien, desde la Universidad de McMaster, en Ontario, en relación con el diagnóstico clínico, profería desde 1994: “Los datos clínicos obtenidos mediante la confección de una historia reflexiva y la realización de un examen físico dirigido son mucho más poderosos que cualquier otro dato obtenido en el laboratorio y usualmente son suficientes para establecer un diagnóstico definitivo. Utilizar una prueba diagnóstica sólo porque es nueva es jactancioso y estúpido”.
Y remataba: “¿Para qué sirve una prueba diagnóstica? Es una puerta que lleva a reconocer que el diagnóstico no consiste en hallar la verdad absoluta sino en limitar la incertidumbre, y que establece la necesidad y la base lógica para introducir nuevas posibilidades. También es una oportunidad para saber lo que se va a hacer con los resultados de la prueba y sobre si la realización de esta realmente ayudará a nuestro paciente. ¿Incluso cuando la terapia no vale la pena, el diagnóstico precoz mejora siempre la supervivencia?”.
Sencillamente, magistral.
El Dr. Álvaro Bustos González es especialista en Pediatría. Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del Sinú y Presidente del Capítulo de Córdoba de la Academia Nacional de Medicina