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En diciembre de 1990 –es decir, hace 30 años–, mi amigo el padre Alfonso Llano Escobar me obsequió un ejemplar de su libro recién aparecido Un alto en el camino, con la siguiente dedicatoria: “Que estas sencillas páginas te ayuden a hacer un alto en el camino para dialogar con el Señor”. Leí, o, mejor, releí esas páginas, pues ya las había leído con cuenta gotas en su columna dominical que tenía reservada en este periódico. Él sabía que su generosa ayuda no iba a tener eco, en razón de que en mí estaba ausente la fe religiosa. Cumplía un deber de catequizador, que fue su misión terrenal. Desde muy temprano encontró a Jesucristo, dado que a los trece años ingresó al Seminario Menor de la Compañía de Jesús. En diciembre de 1956 inició su Sacerdocio en Cristo –así llamaba él su profesión–, dispuesto a difundir la doctrina cristiana como buen seguidor de san Ignacio de Loyola. A lo largo de su vida sacerdotal fue un misionero de la Iglesia católica, un magnífico soldado de la Compañía de Jesús.
El padre Llano fue un “cristófilo” pasional. Amó entrañablemente a su Cristo, aquel que los fundadores de la Iglesia cristiana exaltaron a la condición de dios, convirtiéndolo en un personaje mítico. Varias veces hablamos de él. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre su existencia histórica. Para él, Jesús era el hijo de Dios, poseedor de virtudes mágicas, sobrehumanas. Para mí era un hombre especial, humanitario, predicador de comportamientos morales y de amor al prójimo, lejos del predicador de promesas escatológicas, celestiales.
En otro libro suyo, Jesucristo según algunos teólogos católicos del siglo XX, registró esta dedicatoria: “Fernando, reconocer a Jesús como hombre es dar un paso para reconocerlo como hijo de Dios. Espero que este denso y bello libro te ayude a dar ese paso”. Su lectura me confirmó lo que ya sabía –y sigo creyendo–: la humanización de Jesús de Galilea opaca a la “Cristología” deslumbrante y metafísica. Indudablemente, la mistificación de Cristo, como dice el escritor austriaco-estadounidense Wilhem Reich (El asesinato de Cristo) “clausuró y cerró hermética y definitivamente el acceso para comprenderlo”.
Al padre Llano lo conocí bien, pues durante mucho tiempo trabajamos juntos en una labor que a los dos nos apasionaba: difundir la ética en el campo de la medicina. Sin ser médico del cuerpo humano, ejercía la misión de proteger la salud moral de los médicos, actividad que él definía como “un apostolado especial”. En la década de los 70 dirigió en la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina el programa de ética médica, convirtiéndose entre nosotros en el papa de tan delicada materia. En 1986 me acompañó en la fundación del Instituto Colombiano de Estudios Bioéticos, aventura esta que aún perdura y viene divulgando el movimiento que surgió en 1971 en EE. UU. como respuesta a la deshumanización de las ciencias y la depredación de la naturaleza a manos de la especie humana.
Su figura era ascética, como extraída de algún cuadro del Greco. Siendo un teólogo docto, le mortificaban algunos dogmas de su Iglesia. Por expresar su pensamiento públicamente, fue amonestado por la alta jerarquía pastoral. Dudaba de la virginidad de María y estaba en desacuerdo con el celibato. Iniciándose 1998 tituló su columna ‘Año nuevo, cuesta arriba’, donde se despojó de pudor e hizo pública su rebeldía, maldiciendo la alborada que lo vio nacer y a los médicos que no le permitieron descender al ataúd (son palabras suyas). Con dejo lastimero confesaba el tormento “que desde hace 50 años, como Tántalo, el mítico griego, tengo a flor de labios los variados y deliciosos frutos del amor y cada que intento comerlos, tú los apartas de mi cuerpo…”. Leyendo yo esa columna recordaba el poema Delicta carnis, de Amado Nervo: “Carne, carne maldita que me apartas del cielo”, y me condolía de los pastores de la Iglesia católica, que inevitablemente tienen su “hora de tinieblas” al reprimir un deseo natural, que es un imperativo categórico de orden hormonal. Requiescat in pace, Alfonso.
Académico Fernando Sánchez Torres
Reproducido del diario bogotano EL TIEMPO. columna titulada Alfonso Llano, el atormentado,