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Palabras de Dr. Álvaro Bustos González, decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, de Montería, durante el Foro Gabriel García Márquez, a 10 años de su partida, organizado por la Academia Nacional de Medicina el 19 de julio de 2024 en la ciudad de Bogotá, en el Auditorio César Augusto Pantoja.
Hace pocos días me enteré de una historia breve, cuyos elementos inesperados y enigmáticos me hicieron recordar la noción del realismo mágico en el que, algunas veces, la realidad supera a la ficción. Ocurrió que una madre llevó a su hija a conocer a su padre secreto sin que ella lo supiera, un científico taciturno que vivía encerrado en sus cavilaciones y sueños resignados en medio de libros y obras de arte. La niña, juguetona y risueña, después de conversar con el hombre de ciencia, en un momento fugaz y sorprendente le dijo con cara de felicidad: tú eres mi segundo papá. Su madre, estupefacta, que conocía la verdad en sus entrañas, le pidió que no repitiera eso. Pero hubo algo más, la niña, aficionada a la pintura, llevaba unas muestras de su arte en su alforja del colegio y se las mostró al científico, quien, lleno de incredulidad por los albures del destino, miró a la mujer con una lágrima en cada ojo: lo que estaba viendo era casi exacto a lo que había pintado su otra hija, la mayor, que había sido engendrada en otro vientre, tiempo atrás, cuando ellos no se habían conocido.
León Tolstoi, como una elevada referencia de la literatura, suele relacionarse con el ideal de los escritores que aspiran al reconocimiento. A ellos les aconseja que traten de universalizar su aldea. La obra cumbre, entonces, surgiría de la esencia de un cosmos que esté contenido en un pequeño espacio-tiempo, que, en el caso de Gabriel García Márquez, se halla en el poblado de Macondo, inventado por él para recrear la vida y sus contingencias a partir de sus recuerdos de infancia. “Aquella aldea de veinte casas de barro y cañabrava, construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, terminó convertida, por sus pasiones y desmesuras, en un motivo de felicidad estética, es decir, en un paradigma de la literatura.
Yo no estoy seguro, sin embargo, de que García Márquez se hubiera propuesto escribir Cien años de soledad con el propósito único de la inmortalidad. De hecho, Mercedes, cuando se mandó el segundo atado de la obra a Buenos Aires para su impresión, afirmó perpleja: “Ahora lo que falta es que esta novela no sirva”. Creo, más bien, que se dedicó, con su férrea vocación de artista, a contar risueñamente (durante la escritura sólo lloró una vez, cuando mató en la novela al coronel Aureliano Buendía) unos recuerdos de sus vivencias infantiles en Aracataca al lado de su abuelo, vivencias que, eso sí, son más fáciles de experimentar en aquella parte del mundo donde la vida transcurre bajo una luz que proviene del sol y del reflejo del mar Caribe, y donde se expresa una complejidad psicológica que, en sus aristas más visibles, conjuga la dicha con la tristeza en medio de mitos y leyendas que hacen parte de la cotidianidad. Allá la vida, que es el resultado de las influencias de todas las culturas, como decía Germán Espinosa, se toma con una naturalidad sorprendente que sirve para escribir obras perdurables por la mañana y olvidarlas por la noche. Allá, como lo afirmaba el mismo García Márquez, un prestigio no dura más de veinticuatro horas. Allá la música, cuya alegría es innegable, porta la sangre de África y de Europa, con pringos precolombinos, en una mixtura única que se refleja, por ejemplo, en el porro, para mí la más bella expresión del folclor de nuestra tierra.
En últimas, ¿qué es Macondo? Por supuesto que un lugar inventado con los elementos de la realidad. ¿Y dónde queda? Quizá ese lugar vaya desde el Golfo de México hasta el norte del Brasil. Y ¿por qué trascendió ese villorrio? Pues por la magia de un genio de la literatura. ¿Solamente por eso? No. El secreto estuvo en describir magistralmente, teniendo como trasfondo ese ámbito geográfico y cultural, aquellos rasgos de la condición humana que son reconocibles en cualquier latitud, con los que el hombre expresa sus instintos, quimeras y frustraciones. En ese sentido, García Márquez es un clásico de la literatura, no sólo por la tersura y claridad de su prosa, despojada de artificios, sino porque supo enlazar, en medio del discurrir de varias generaciones, los caracteres psíquicos y biológicos que distinguen al hombre en todos los confines de la tierra.
En el ámbito de Macondo todavía perviven las supersticiones, quizá sin la misma intensidad del pasado, y han arraigado múltiples formas de la fe, no siempre sincera y desinteresada, con un ropaje religioso diverso. Creo que ya vamos llegando a las diez mil iglesias en el país, mientras que la corrupción, que oscila entre el delito y el pecado, infecta todos los intersticios de la sociedad.
Parece que el machismo verbal se ha atenuado, aunque ha aumentado el feminicidio. Ya no se escuchan las ostentaciones propias del siete mujeres y casi nadie alude a la magnificencia de su virilidad. La mujer es intocable y se le considera virtuosa por naturaleza. Cualquier acercamiento a ella puede ser interpretado como un indicio de acoso sexual. Las identidades de género han ganado terreno y el concepto universal de los derechos humanos parece estar abocado a la fragmentación, puesto que cada grupo, actuando como un gueto, reclama para sí unos privilegios exclusivos.
Los hijos por fuera del matrimonio ya no se llaman naturales. Las relaciones endogámicas son menos frecuentes, al menos las públicas, y por eso hace mucho tiempo que no nacen niños con cola de cerdo en nuestra comarca. Buena parte de la juventud de hoy en Macondo no es instruida sino adoctrinada, y sus intereses tienden más a los oficios prácticos que a los ideales del “conocimiento inútil”, asimilado ahora, en una denominación insólita, a unas habilidades blandas.
La sangre no ha dejado de derramarse por motivos políticos o por la mera codicia. El narcotráfico y los negocios ilegales le sirven de combustible a todas las formas de la violencia contemporánea, que poco se diferencia de la que hemos sufrido desde tiempos inmemoriales. Todavía, quién lo creyera, entre nosotros perviven unos delirios revolucionarios, incubados en ideologías desuetas y antinaturales, que se afincan en una pretensa justicia social y que en realidad sólo se sustentan en la destrucción de la iniciativa privada y el aniquilamiento de la libertad.
El combustible de las guerras que libró el coronel Aureliano Buendía sigue vigente en la memoria colectiva y en la trastienda del poder. Hoy se incita al odio, se divide a la comunidad entre el pueblo y sus presuntos opresores, mientras la vida transcurre entre la desesperanza y la incógnita del día siguiente. Los levantamientos populares ahora tienen como destino la coacción a la Corte Suprema de Justicia, y los reclamos se hacen, como siempre, destruyendo los bienes públicos y privados.
Las estatuas son derrumbadas como un signo de cancelación del pasado. Las tradiciones pretenden ser abolidas para darle gusto a la obsesión de vivir en un mundo nuevo, puro e incontaminado, en tanto nuestro prójimo, como lo ha dispuesto la evolución de la especie, sigue portando en su cuerpo más bacterias que células. No demora y nos subordinamos a la ideología woke: prohibiremos la lectura de los libros que se consideren discriminatorios y asumiremos la pose compungida de la víctima revictimizada. Nuestros jóvenes vivirán en constante estado de susceptibilidad y suspicacia, porque percibirán que siempre, detrás de cada cortina, hay una sombra con ganas de hacerles daño.
Hoy la exigencia académica es una pieza de museo, un cuerpo extraño. Ya el carácter no se forja en las obligaciones y el cumplimiento de los deberes sino en el disfrute de unos derechos desmedidos. Los fracasos de los estudiantes no admiten reconvenciones ni autocrítica, sino acompañamiento psicológico.
Nuestro futuro está anunciado, como en los pergaminos de Melquíades, y no es el mejor. Si no regresamos a la fuente de la sabiduría, que proviene de la amalgama entre la ciencia y las humanidades, jamás podremos ponerle límites a la superchería y nunca podremos alcanzar un verdadero progreso intelectual y moral basados en el conocimiento objetivo y en las más lúcidas corrientes del pensamiento occidental que configuraron nuestra civilización, cuya decadencia es evidente, porque ella ha venido abjurando progresivamente de sus valores éticos y espirituales, como quien descuaja una ceiba, o un macondo, para cortarle sus raíces con saña, hasta la saciedad.
Creo que nos está invadiendo otra vez la peste del olvido. Ya no se trata exclusivamente de no recordar nuestro pasado ignominioso. Hemos convertido a Macondo en una mojiganga de demagogos y populistas que están apoltronados y que nada bueno dejarán, excepto más miseria y más dolor. Haciendo de arúspice, está por nacer un país con cola de cerdo. Las relaciones incestuosas entre las llamadas élites tradicionales y los redentores de la hora nos dejarán una nación moribunda, carcomida por una multitud de hormigas hambrientas, como le pasó al hijo de Aureliano Babilonia con su tía Amaranta Úrsula, que acabaron para siempre con la estirpe de los Buendía y convirtieron a Macondo en un lugar vacío y solitario por culpa de un ventarrón apocalíptico que no quisimos ver a tiempo, para poder tener, así, una segunda oportunidad sobre la tierra.
Muchas gracias.