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Por Gloria Arias Nieto

Da miedo y tristeza un mundo con Trump y sin el papa Francisco; con Putin y Netanyahu ostentando el poder, y sin el hombre que predicó y ejerció la inclusión, la humildad y el deber de construir una sociedad distinta, abierta y reconciliada.

Él hizo cuanto pudo por la paz y por la casa común, nos explicó de mil maneras que la guerra es el peor error, que la naturaleza es nuestra responsabilidad y nuestro hogar, y que la esperanza es la consigna para enfrentar el futuro.

Nuestra tarea empezará por transformar el sentimiento de orfandad que ahora sentimos, en un impulso vital que nos ayude a honrar la memoria del pontífice que comprendió el mundo. El que nos pidió no ahorrar esfuerzos para que el planeta no se asfixie entre la sed y la hostilidad, ante el egoísmo y los muros que hemos levantado con horrible terquedad.

Nos corresponde ahora generar hechos de paz que le hagan sentir al papa Francisco –allá en el eje del Cielo– que su bondad no fue en vano; que sí podemos ser mejores personas gracias a su persistencia en el arte de la solidaridad, a su trabajo por los marginados, a su humor para disipar las nubes, y a la poesía que cabía toda entera en su mirada. Que sepa que no hay bomba de neutrones ni puñal de acero capaz de borrar de la faz de la tierra el bien y la ética de la vida que él cumplió y enseñó. Nada nos hará olvidar su sonrisa.

¡Cómo va a hacer de falta el papa Francisco! ¿Quién asumirá las riendas de ese compromiso suyo con la humanidad, con la no discriminación, con el respeto por las diferencias? ¿Quién nos recordará que los migrantes son un tesoro humano, y que gracias a ellos se enriquecen las culturas, la comprensión y los afectos? ¿Quién estará ahí para decirnos con amor y firmeza que el perdón es un camino que es preciso recorrer con el alma lista y las manos abiertas?

El papa Francisco atravesó el mar y vino a decirnos que “el amor es más fuerte que la muerte y la violencia”. Nos pidió que no le tuviéramos miedo al futuro, “atrévanse a soñar a lo grande” les dijo a los jóvenes. Y nos dejó claro –quizá como instrucción para jamás claudicar– que “el odio no tiene la última palabra”. De nosotros depende incorporar sus palabras a nuestra carta de navegación.

Los invitados de honor a la ceremonia del adiós son fiel reflejo de lo que fueron sus prioridades y su comprensión ilimitada del dolor, la marginación y la pobreza. Y sí, asistieron presidentes, príncipes y diplomáticos; jerarcas de la iglesia y la política. Pero la verdadera guardia de honor la hicieron migrantes, habitantes de la calle, personas transgénero y prisioneros. Francisco fue el papa de todos, pero, sobre todo, de ellos. De quienes llevan siglos siendo víctimas del maltrato y la discriminación; los más vulnerados por las fronteras visibles e invisibles; los que tienen la lluvia por cobija, el estigma por cédula y el hambre por la más fiel compañera.

El papa Francisco fue maestro en el diálogo interreligioso, en la comprensión de las culturas y el respeto por todas las vidas; rompió con atavismos crueles y anacrónicos, fue la antítesis de la ostentación, del mármol y del terciopelo. Su ternura de a pie y sus ojos llenos de luz nos permitieron sentir al buen Dios en el corazón.

Siento que este papa que se nos acaba de morir vino al mundo a desarmar los espíritus y las palabras; a quitar los alambres de púas y reemplazarlos por campos sembrados de abrazos, café o girasoles; vino a cambiarnos “el triunfo de la muerte” por el cuidado de la vida, y la política del sometimiento, por la democracia de la comprensión.

El papa descansa en paz y creo que la paz descansa en él.

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Fuente: El Espectador

La columna fue escrita previo al anuncio del Papa León XIV – Robert Francis Prevost

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