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Por Fernando Sánchez Torres

El agua, con sobrada razón, siempre ha sido tenida como un líquido preciado, pues de él depende la existencia de la humanidad. Sin agua no hay vida animal ni vegetal. Las sequías se acompañan de verdaderos desastres. Pero, asimismo, su exceso también es devastador. Ambos fenómenos, escasez y abundancia, los están padeciendo muchos países. En Colombia hay zonas inundadas y otras requemadas, lo que mantiene en ascuas a las entidades encargadas de atender los desastres. El proceso conocido como “cambio climático” es el causante, siendo uno de los desafíos más grandes del presente siglo.

En Bogotá hemos estado sometidos a restricciones periódicas por cuenta del acueducto. En estas páginas de opinión, el caricaturista Guerrero declaró la restricción de agua como personaje del año 2024 en la capital. Si no llueve en las represas que surten el valioso líquido, los cortes serán cada vez más frecuentes. Según cuentas del alcalde Galán, en Bogotá habrá sequía en los primeros meses del 2025, lo cual es una muy mala noticia para quienes estamos acostumbrados al baño diario de cuerpo entero. En general, los suramericanos usamos el agua generosamente cuando se trata del aseo personal. En los hoteles europeos, en el momento de registrarnos el funcionario respectivo frunce el ceño cuando advierte que somos ‘sudacas’, por aquello de la hidrofilia, vale decir, consumidores de agua ‘ad libitum’, a gusto, a voluntad. Y si es en verano, el consumo será mayor.

Vale la pena recordar lo que el agua representó para nuestros antepasados. Los europeos de la conquista del Nuevo Mundo no eran muy dados al aseo personal. Eran hidrofóbicos. Se dice que el baño era cosa desconocida en el Viejo Continente. Mark Twain, estudioso de la historia y las costumbres inglesas, en un imaginario viaje a la corte del rey Arturo (siglo VI) dice al referirse a uno de los personajes de su relato: “En cuanto a tomar un baño, es probable que ella (la señorita Alisanda la Carteloise) ni ninguna otra persona se hubiera bañado en su vida, de modo que no podía echarlo en falta”. Contrariamente, los mismos cronistas de la conquista corroboraron que los naturales del Nuevo Mundo eran aseados, pulcros; el baño era para ellos un rito. Algunas culturas consideraban el agua como una deidad: al sumergirse, el individuo quedaba purificado.

En su ‘Historia antigua de México’, el sacerdote jesuita Francisco J. Clavijero registra que entre los medios que empleaban para conservar la salud, era bastante común el baño que muchos usaban diariamente en el agua natural de los ríos, de los lagos, de los canales y de los estanques. A finales del siglo XVIII, cuando llegó a nuestra tierra el médico gaditano José Celestino Mutis, la costumbre del baño consuetudinario aún se conservaba, según lo registró en su ‘Diario de observaciones’, donde lo calificó de “hecho extraño y vulgar”. Escribió el sabio: “Lo mismo es nacer cualquier criatura, que a las veinticuatro horas la desnudan para lavarle todo el cuerpo, por espacio de un cuarto de hora o más. Repiten el mismo baño a la primera noche, continuando por espacio de seis o siete años diariamente estos dos baños. Estas gentes están firmemente persuadidas de que es este el medio de criarla sanas, porque aquella con quien no se ejecuta este doble martirio diario se cría enferma y lo queda para toda la vida”.

El humanista antioqueño don Baldomero Sanín Cano, en un escrito encaminado a debatir la tesis de Giovanni Papini de que los europeos en el descubrimiento de América dieron mucho a cambio de nada, afirmaba que “la falta de higiene (de los europeos) hizo más difícil la conquista y deterioró considerablemente el significado moral de la cultura que los españoles transportaron a América”. Por fortuna –como lo comprobó Mutis–, la hidrofobia de los conquistadores y los colonizadores no fue mal del que se contagiaran nuestros antepasados. Cierto, la hidrofilia fue uno de los grandes legados que hemos sabido conservar y que ahora, en estos tiempos castigados por el malhadado “cambio climático”, estamos obligados a preterir.

Fuente El Tiempo


Dr. Fernando Sánchez Torres

El Académico Dr. Fernando Sánchez Torres es doctor en medicina y cirugía, con especialización en ginecobstetricia.

Ha sido rector de la Universidad Nacional de Colombia, Presidente de la Academia Nacional de Medicina y presidente del Tribunal Nacional de Ética Médica.

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