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Pablo Rosselli-Cock

Las estatuas de personajes históricos están siendo derribadas por quienes quieren reivindicar las injusticias del pasado. Hace algunos días, unos individuos echaron a tierra la de Antonio Nariño en la plaza que lleva su nombre en Pasto, las de Sebastián de Belalcázar en Cali y Popayán, y la de Gonzalo Jiménez de Quesada en la Plazoleta del Rosario en Bogotá.

La moda de destruir íconos representativos de un país no es nueva. Ha sucedido en diferentes contextos y épocas, y es motivo de debate por parte de historiadores, politólogos y conservadores del patrimonio en todo el mundo. En el caso de la escultura del general Antonio Amador José de Nariño y Álvarez del Casal, un hombre libertario que pasó la mitad de la vida en prisión y el exilio por la causa independista es, a mi juicio, un acto torpe. Este bogotano trajo los principios de la Ilustración al Virreinato de la Nueva Granada y tuvo las agallas de traducir del francés la “Declaración de los derechos del hombre”, documento clave de la Revolución Francesa que puso fin a la monarquía y que fue prohibido por el Tribunal de la Inquisición.

Nadie se atribuyó la acción de tumbar el monumento de Nariño, que no parece ser un hecho espontáneo sino con intención política. Sin embargo, algunos lo justifican puerilmente por el hecho de que el general dirigió la Batalla de los Ejidos (1814) en donde murieron muchos pastusos. La caída de la figura del prócer revolucionario pretende borrar la memoria de un pueblo, su proyección al futuro y no deja nada positivo para la sociedad nariñense.

Quienes atribuyen su infortunio a alguien que murió hace más de dos siglos se victimizan y sienten que el mundo está en deuda con ellos. Dañar, grafitear y destruir símbolos y obras de arte son el reflejo de la inseguridad de aquellos que tuvieron una madre que no estableció límites entre lo que se puede y no se debe hacer, y la ausencia de la autoridad con amor de un padre. En ese orden demolerían la estatua de la India Catalina por su cercanía con Pedro de Heredia, la de García Márquez por su afinidad con Fidel Castro, y la de Diomedes Díaz…

Un personaje puede perder vigencia pero eso no lo hace merecedor de la decapitación. ¿Qué tal pensar en la opción de un cambio de lugar, de una placa explicativa del momento histórico, del traslado a un museo, de abandonar la intolerancia a lo que nos disgusta y no convertir a los iconoclastas en inquisidores morales?

El no sentirse representados por un monumento no otorga el derecho de violentarlo. Destruir la figura de Nariño demuestra ingratitud e ignorancia por quien escribió en su epitafio: “Amé a mi Patria, cuánto fue este amor lo dirá algún día la historia. No tengo qué dejar a mis hijos sino mi recuerdo y a mi Patria le dejo mis cenizas”.

Y los monumentos derruidos dirían, ¡nos están matando!

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Pablo Rosselli Cock es Médico cirujano, ortopedista y traumatólogo, Pontificia Universidad Javeriana. Ortopedista infantil, Programa Instituto Roosevelt, Pontificia Universidad Javeriana. Fellow en investigación en Ortopedia Infantil, Dupont Hospital for Children, Wilmington, Delaware, Estados Unidos.

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