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Por Álvaro Bustos González*

Ocho años después de haber descubierto el mecanismo CRISPR, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier ganaron el año pasado el premio Nobel de química. Por mucho tiempo se supo que algunos virus, llamados fagos, infectan bacterias inoculándoles factores de resistencia para que se defiendan de los antibióticos. Si uno ve la estructura de un bacteriófago no puede menos que pensar en una nave espacial posándose sobre un paisaje lunar, por ejemplo. De tal naturaleza es su apariencia tridimensional. Esos virus, más faltaba, también llevan otras informaciones que las bacterias consideran irrelevantes o dañinas, y por eso se inventaron el CRISPR, unas especies de tijeras que les sirven para cortar el genoma del virus invasor. Hasta ahí, todo parece un capítulo de la ciencia ficción. Lo que sucedió después, que mereció el galardón sueco, tiene que ver directamente con el código de la vida y la posibilidad de editar el ADN, es decir, de producir cambios fisicoquímicos que se puedan transmitir a las generaciones posteriores manipulando, por amputación o mezcla, corte y confección, determinados genes.

Por supuesto que estos avances de la ciencia generan conflictos bioéticos si no se utilizan correctamente. Excepto para prevenir o curar enfermedades congénitas, no tendría sentido utilizar el CRISPR para modificar el color de nuestros ojos o para tratar de hacernos más inteligentes, puesto que, en cuanto a la capacidad intelectual, es sabido que en ella influyen
la nutrición, la educación y las vivencias de los primeros años de la vida, y no solo el aspecto hereditario. De hecho, la buena educación se manifiesta en una inteligencia temprana; la que proviene de la herencia suele florecer tardíamente, cuando ya los años nos han acarreado una buena cantidad de minusvalías.

Las opciones biotecnológicas que se derivan de la aplicación del CRISPR se han ensayado en agricultura transgénica y en la corrección de algunas enfermedades en ratones adultos; con ellas se podrán modificar poblaciones enteras de mosquitos para prevenir la malaria o el dengue, y se podrían corregir los genes defectuosos que causan dolencias específicas, incluyendo algunos tipos de cánceres. No faltarán aquí las críticas ecologistas.

Los problemas mayores aparecerán cuando se trate de incidir en las líneas germinales, óvulos o espermatozoides, o de editar embriones humanos con fines preestablecidos. Ese es un campo minado, porque sería agregarle un nuevo azar al azar natural de la evolución, que de por sí es impredecible. No quiero ni imaginarme el día en que un procedimiento de estos caiga en manos de bioterroristas. Hasta ahí llegamos.

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*Decano, FCS, Unisinú -EBZ-.

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