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Dice Borges que Jaromir Hladík, un personaje de uno de sus cuentos, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Daría la impresión de que Jaromir se colgaba de la cola del tiempo como de la cola de un cometa, para mirar hacia abajo y ver reiteradamente el mismo paisaje, como en un delirio circular. Algo así me viene sucediendo desde que ando entre pedagogos, a propósito de los conceptos del saber, el saber hacer y el saber relacionarse con uno mismo y con la sociedad.
En el medio universitario lo cognitivo, lo praxiológico y lo axiológico, que son la encarnadura del saber, el saber hacer y el saber relacionarse, conforman un triángulo en el que se encierra la formación integral del individuo. Quiere esto decir que no basta el conocimiento puro ni la destreza en su aplicación. El ser humano, además de intelecto y competencias, requiere de una ilustración ética, de una epistemología.
Para el caso del médico, su profesionalismo no puede prescindir de las palabras del doctor Ignacio Chávez, el legendario cardiólogo mexicano, quien afirmó que no hay peor forma de mutilación espiritual en un médico que la falta de una cultura humanística. Esta cultura es la única que podría permitirle al profesional de la medicina una cabal comprensión de las miserias humanas, de las dimensiones de lo bello y lo justo en la existencia, y sería el mejor camino para entender aquel ideal de “igualar con la vida el pensamiento”.
Al indagar sobre el concepto de profesionalismo del médico en el siglo XXI, no encuentro en él nada distinto de lo que escuché en los torreones de la Universidad Javeriana con el nombre de deontología médica en mis épocas de zagal. Por aquellos días de agitación estudiantil, cuando los radicalismos se habían propuesto descuajar los cimientos de la sociedad y todas las culpas se le adjudicaban al sistema capitalista y a sus siervos del imperialismo norteamericano, experimentados maestros apaciguaban los ánimos recordando que la información no es el conocimiento, que nada vale un hombre bien informado si es una mala persona, que sin un humanismo culto o compasivo el médico es un fraude y un peligro, porque tiende a anteponer sus intereses personales al sufrimiento del enfermo, y que sin esa perspectiva renacentista, antropocéntrica, no habría futuro para la ciencia ni para el arte de la medicina.
Días atrás, interesado en aprender algo sobre Responsabilidad Social, vi ante mis ojos otra vez el movimiento circular del tiempo. La geometría de la formación integral hizo su renovado acto de presencia casi con las mismas acepciones pedagógicas ya citadas y con las mismas nociones de ética general, ética médica, deontología y bioética, que son afines al mundo de la medicina. Los valores formativos que tuvieron su origen en la Grecia antigua se asomaron una vez más, remozados con un lenguaje más técnico y menos romántico, a la sombra de la globalización, la gestión y la competitividad. Es cierto: nada nuevo hay bajo el sol. Ya se ha dicho que nuestra historia no es más que una nota al pie de página de la antigüedad clásica. Los revolucionarios descubrimientos sobre el substrato psico-neuro-inmuno-endocrino de las enfermedades no hacen sino corroborar la vieja sospecha de que las emociones negativas influyen notablemente en el desarrollo de los procesos patológicos del hombre.
El uso de la palabra alma, que no tiene un sustrato científico pero que se puede asimilar a la parte invisible de la biología, nos pone de presente que la relación del médico con el paciente es una relación entre una confianza y una conciencia, la misma que tendría la sociedad con sus líderes en los diversos campos del saber, la economía y la espiritualidad, por ejemplo. Sin confianza no hay economía boyante; sin conciencia no hay ética ni civilización. Sin confianza no se puede reivindicar el humanismo como un símbolo de respeto auténtico por la dignidad humana, y sin conciencia no habrían existido las diferentes concepciones religiosas ni se habrían dado las grandes corrientes filosóficas que registra la tradición.
Este tímido atisbo del hombre a través de unas nociones antropológicas que parecen detenidas en los laberintos del tiempo, ya que su esencia permanece inmutable desde antes de la era científica y tecnológica, pretende mostrar que la criatura humana, noble y sórdida, generosa y egoísta, ilusa y mortal sin remedio, en el fondo es la misma de siempre: quimérica cuando se aferra a la sustancia fugitiva de la historia, y realista cuando, como el Jaromir del cuento de Jorge Luis Borges, regresa perpetuamente a las trémulas vísperas de su muerte con la vaga certidumbre de su inútil destino, de su fugaz existencia.
El tiempo detenido. Por el ACADEMICO Álvaro Bustos González. Decano, Facultad de Ciencias de la Salud Universidad del Sinú – Elías Bechara Zainúm, Montería Presidente, Capítulo Córdoba, ANM